martes, 26 de junio de 2007

CAPÍTULO 7. DONDE SE INTENTA LA HUÍDA, PARTE II Y ÚLTIMA

*Hasta ahora:

Tras escaparse del calabozo donde un alto funcionario lo encerró por negarse a revelar dónde está el huevo de hierro, Timoteo cruza la ciudad para regresar a su barco y huir del pueblo. En el camino ha de esquivar a los guardias y al llegar al puerto se encuentra con que las escalas están recogidas y no puede subir a la plataforma donde está amarrado el Míle.


«Esto va a suponer un problema».

Timoteo refunfuñó ante el comentario del espectro y siguió hacia delante internándose en el bosquecillo de gargantuescos árboles que era el puerto. Recios troncos que ni una decena de personas podían rodear abrazados impedían que más vegetación que una ligera alfombrilla de hierba creciera bajo ellos, lo que impedía que el furtivo intruso hiciera ningún ruido ya que sus pasos quedaban almohadillados. Timoteo recorría las catacumbas naturales de las arbóreas dársenas escudriñando entre las ramas que sujetaban las panzas de los barcos como reptantes dedos acabados en garras buscando su nave, su querido Míle.

Era inconfundible, estrecho y ligero, ansioso por volver a sentirse libre y surcar los cielos como la saeta multicolor que era. Parecía temblar, tirar con suavidad de las sogas que lo retenían probando una y otra vez la resistencia de estas. Como siempre que lo veía sujeto a un muelle, a Timoteo se le hizo un nudo en el estómago. El Míle no había sido construido para estar atado. Ya no era sólo él el que quería irse de allí, y por ese barco daría la vida.

«Enseguida te saco de ahí; sólo necesito encontrar una manera de subir», no pudo evitar confesarle en un susurro. Y como si el desportillado casco le hubiese oído, reanudó con más brío los tirones a los cabos. Debió ser porque el barco llevaba tensándola toda la noche y ya andara el nudo algo suelto que este último tirón fue demasiado para ella, pues una soga se precipitó hacia Timoteo atada aún al Míle.

El barco, viendo cercana su libertad, ascendió ligeramente, tensando más aún el resto de cabos que lo retenían contra su repentinamente nacida voluntad. Viendo lo que ocurría en las alturas, el capitán de la nave no lo pensó dos veces y se encaramó por la cuerda, áspera como lengua de cabra. No era un peso ligero, ni siquiera podía moverse con ligereza por lo que el ascenso con la única ayuda de sus brazos, fuertes de tanto lidiar con los cabos y la vela y las tinajas que transportaba, no fue cosa fácil. La piel de las manos se agrietó y los callos y llagas le reventaron; la sangre hizo resbaladiza la cuerda.

Desde arriba el Míle continuaba en su empeño y le apremiaba con tirones cada vez mayores, zarandeando soga y escalador como colada en mitad de una ventolera. «Que las dificultades hacen más interesantes las situaciones no es algo discutible, pero esto empieza a pasarse de la raya», gruñó el capitán soportando uno de los bandazos abrazado a la cuerda que le arañaba cara, brazos y pecho hasta que el barquito volviera a tranquilizarse.

Cuando por fin se dejó caer en la cubierta del Míle, estertórea la respiración y los brazos temblorosos como si sufrieran un ataque de epilepsia, sus apretados dientes no dejaron escapar la sarta de heréticos juramentos que su lengua pugnaba por vomitar. «¿Ya estás aquí? ¡Me tenías preocupadísima! ¿Qué has hecho esta vez?» Se habría quedado encantado de la vida a discutir con la sílfide pero no se permitió más de un instante de descanso, la nave tampoco le habría dejado ya que una vez a bordo su tripulante redobló sus esfuerzos. Las cuadernas crujían amenazadoramente y algunas sogas empezaban a deshilacharse. Haciéndose con la pequeña hacha que tenía lista para emergencias, Timoteo cortó cada uno de los cabos con la esperanza de ser más rápido que el Míle. Lo que no sucedió. La última cuerda no pudo soportar la tensión y se desgajó de un latigazo que resonó en el silencio de la noche. Pero no más que el golpetazo del casco contra el tronco vecino al comenzar su singladura desequilibrado.

Por un instante el barco se convirtió en el epicentro de un terremoto y Timoteo, que no tuvo tiempo de sujetarse a nada, resbaló por cubierta como un saco. «Ten más cuidado», le reprendió el mascarón de proa. El capitán se incorporó refunfuñando y asesinando con los ojos la descarada forma de niña alada que, por un momento lo habría jurado, le devolvió la mirada.

No tuvo tiempo para replicarle porque abajo el chasquido y el topetazo habían hecho de las suyas. El primero había llamado la atención de los guardias y el segundo les llevó directamente al lugar. Al ver cómo un barco ascendía sin permiso inmediatamente dieron la alarma. Pero era un pueblo pequeño y los guardias eran voluntarios civiles sin apenas instrucción. Aparte de unos gritos caóticos y carreras desenfrenadas poco más pudieron hacer salvo observar la nave alejándose del puerto. Aún pasaría un tiempo hasta que supieran qué barco era el que había huido furtivamente en plena noche y llegara a oídos del funcionario para que le hicieran llegar las implicaciones a Timoteo de manera nada agradable. Había que poner tierra de por medio cuanto antes.

Mientras largaba la vela la vocecilla no le dejó en paz. «¿Has vuelto a las andadas otra vez?». «¡No es culpa mía!», se defendió Timoteo, «díselo tú», y se dio la vuelta para buscar al espectro que una vez más había desaparecido. «Qué típico tuyo, cenizo», gruñó. «Nunca admites tu responsabilidad y eres el principal responsable de todo lo que te ocurre, que eres un desastre, y eso te va a acarrear más de un disgusto, te lo digo ya». «Me recuerdas a mi madre». «¡Que seguro era una santa!». Iba a replicar con gusto Timoteo, ya que su progenitora había estado muy lejos de ser una beata y venerable mujer, cuando otra voz, viscosa y fría como una gota de aceite sucio, le taladró su única oreja produciéndole un escalofrío que nada tenía que ver con el gélido tono: «¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido?».

Timoteo se dio la vuelta para encontrarse con que el viejo de la posta que salía de la tienda-camarote. El capitán del Míle echó entonces de menos el hacha, aún clavada en la borda donde había cercenado el último cabo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ha estado ineresante, este capitulo, ha estado bien, aunque te recuerdo que yo al viejo ya lo habria matado hace tiempo, espero que en el capitulo 8 lo mates ya de una vez.
Al final subir al barco es mas facil de lo que parece, si sube un viejo sube cualquiera.
Espero a ver el capitulo 8 que podias poner algo mas del huevo ese de hierro.

Cuentacuentos dijo...

Lo siento, Jose Luis, pero esta vez no voy a hacerte caso. No voy a matar al viejo porque, de momento, es el principal antagonista; si te quedas sin malo a las primeras de cambio, no hay historia que escribir ya que... ¿contra quién se enfrenta el protagonista?
Sin embargo, en el próximo capítulo se va a llevar una tunda; espero que eso te consuele un poco.