viernes, 21 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 21. DONDE UN ENCUENTRO CAMBIA LOS PLANES.

*Hasta ahora:

El viaje espacial de Timoteo ha empezado igual de tormentoso que el último en su planeta tras el choque con el meteorito que era una estatuilla de dragón. La burocracia lo atrapó por un tiempo pero un jefe de aduanas cansado de la soledad allá arriba le dejó pasar a pesar de sus papeles falsos. Y ahora, en una situación muy parecida al que empezó esta historia, un cometa se dirige hacia ellos.


Timoteo apenas podía ocultar la cara de pasmo que se le había quedado.

El cometa, la bola de hielo ardiente, se había abalanzado sobre el Míle. Sólo que no era una bola, ni estaba hecha de hielo, aunque despedía una luz que sí se podría decir que ardía si uno se ponía poético. La esbelta cabeza y cuello de un cisne había sido lo primero que pudo vislumbrar el capitán con los ojos entrecerrados, acostumbrados ya a la oscuridad del universo. Lo siguiente, unos garfios con los que le habían abordado; de manera pacífica pero sin dudar un momento de que sabían lo que hacían y lo iban a hacer de todos modos.

Ahora, la larga nave plateada con casco en forma de cisne y la madera metálica de las bordas talladas en forma de alas se mantenía erguida y arrogante sobrepasando en tamaño y belleza al Míle, que cabeceaba testarudo intentando librarse de las sogas. Inútil, bien lo sabía Timoteo sin necesidad de examinarlas de cerca, sólo por la seguridad que desprendían los tres individuos que habían saltado a su cubierta.

Vestían túnicas largas, de un blanco plateado con destellos metálicos que desprendía luz al igual que lo hacía la madera de su nave, y también su cabello albino e incluso su pálida piel, únicamente visible en el rostro y las manos. Las estaturas no eran idénticas ni tampoco la forma de sus cuerpos, pero Timoteo tenía serias dificultades en distinguirlos los unos de los otros debido a su permanente brillo que le impedía mirarlos directamente y que ya empezaba a dolerle al fondo de los ojos.

Miraron alrededor, como para asegurarse de que no había amenaza, y eso debía ser porque de repente un montón más como ellos cruzaron de un barco a otro y se pusieron a cotillear todas las esquinas del Míle, aunque no tuviera muchas.

«¡Eh, que eso se rompe!», advirtió Timoteo a uno de aquellos seres cuando meneó sin cuidado alguno el farol colgado a la entrada de la lona que le servía de tienda para dormir. No pudo reprenderlo más porque uno de los primeros que había saltado a su barco, o eso creía el capitán pero nunca habría puesto la mano en el fuego para asegurarlo, estaba a su lado. «Nuestra presencia le importunará poco tiempo, desconocido señor de bajel. Cogeremos lo que necesitemos y nos iremos enseguida». «¿Cómo que “cogeréis lo que necesitáis”? Oye, que yo necesito eso para viajar, no sé cuando llegaré al próximo planeta». «Todo ser vivo debe aportar lo que tiene a la Búsqueda». «Ya, suerte tenéis de que sois muchos o veríais cuál iba a ser mi aportación más gustosa», gruñó Timoteo viendo desazonado como aquellos albinos iluminados empezaban a arramblar con todas sus provisiones y varias de sus posesiones.

Cuando vio que se hacían con sus instrumentos de navegación, saltó hacia delante. Eso no lo iba a permitir, no se quedaría perdido en mitad del espacio por culpa de esa gente. Pero tanto el berrido que iba a meterla al tipo ladrón como el salto, quedaron en un intento de. La mano del que había hablado con él se había cerrado sobre su brazo como una presa y lo había clavado en el sitio con tal fuerza que se le había escapado el aire que acumulaba para gritar. «Todo ser vivo debe aportar lo que tiene a la Búsqueda», repitió. Timoteo hubiera jurado que tenía la mirada ida, pero no podía estar seguro pues la luz que despedía lo cegaba.

Y luego de eso se fueron, dejándolo prácticamente sin nada. Excepto la ropa; eso no lo habían tocado. «Ahora tendré que cocer y comerme las botas. Y no están nada ricas.». Estaba anonadado. Había sido incapaz de resistirse; se lo llevaron todo y él se quedó de pie en mitad de cubierta. Era ahora cuando la ira empezó a hacer que su sangre le hirviera, pero ya era tarde y eso hacía que todavía se enfadara más. Y no era la nave de luz que se alejaba, ya casi convertida de nuevo en una bola ardiente, la única destinataria de su rabia. «Soy un condenado idiota. ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo llego a Aespix? Sin comida ni instrumentos de navegación estoy perdido. ¡Oh, idiota!».

Se quedó murmurando un buen rato, con esa retahíla que se escapa entre los dientes cuando alguien se va enfadando y enfadando y enfadando con uno mismo, con unas ganas de darse un buen cate y sin hacerlo al final porque, después de todo, eres tú y no te pegas tan fuerte como mereces.

«Oye…». «Olvídame». «No, en serio, oye…», y se quedó con la palabra en la boca ya que, aunque el Míle no era tan grande, Timoteo se dio la vuelta y se dirigió a su tienda para rumiar su ira.

Y ahí fue cuando se quedó mudo y el cabreo se le olvidó por completo. Entre las sábanas que le hacían las veces de catre asomaba una cabellera de un rubio pálido con un brillo titilante que se iba desvaneciendo. «Que me ahorquen…». Con un dedo bajó un poco las mantas, casi con miedo de lo que se iba a encontrar. Debajo del flequillo asomaban dos ojos de un azul que empalidecía cada vez que el cabello lanzaba un destello. «Ay…»

«Es lo que intentaba decirte». ¿Por qué siempre conseguía ser tan irritante? «¿De dónde ha salido esa voz?», aunque el susto hacía temblar su voz, parecía que un repiqueteo de cascabeles cruzó la cubierta cuando la polizón había hablado. Recorrió el barco con una mirada tan nerviosa que Timoteo no pudo por menos que sentir pena. Pero luego se acordó de lo que habían hecho sus compañeros y la lástima se esfumó.

«¿Qué estás haciendo aquí? Y más vale que la explicación sea buena, porque no creo que las reglas sobre polizones cambien de un planeta al espacio, y te aseguro que no me daría remordimiento alguno lanzarte por la borda». Para entonces, las mantas habían resbalado porque la muchacha se había llevado las manos a la boca, horrorizada.

«¿Qué cosas dices? No te atreverás». Timoteo se volvió hacia el mascarón: «así no se puede tener autoridad alguna». «¡Pues no digas tonterías!». Iba a darle una respuesta buenísima pero se quedó con las ganas porque la chica había descubierto de dónde procedía la voz: «oh, si habla…». «Ése es precisamente el problema, que no hay manera de que no lo haga», refunfuñó Timoteo, y luego siguió con la polizón: «no me has respondido».

«Estoy huyendo de ellos. Me raptaron. Es lo que hacen. Asaltan barcos en el espacio y toman lo que quieren. Y si ven que uno de los tripulantes tiene el Toque, se lo llevan con ellos. Eso me pasó a mi». Tomó aire: «no me tires al espacio, por favor. Pero si vas a devolverme, prefiero que lo hagas», y en ese momento fijó los ojos en los de Timoteo y éste supo que hablaba muy en serio sobre las opciones que le había dado.

Ahora fue el capitán del Míle el que hizo acopio de aire. «Si vas a quedarte, aunque sea un tiempo, estaría bien saber cómo te llamas». «Oh, gracias, gracias». «Ni gracias ni nada. Te quedas pero como tripulante. ¿Sabes algo de barcos? Si no, lo tendrás que aprender rápido».

Desde luego, no parecía que le hubiera metido mucho miedo. La sonrisa le llegaba de oreja a oreja, y era un gesto bonito porque se transmitía a toda ella pues ojos, cabello y piel brillaron como estrellas caídas. Ahora tenemos que decidir cuál es nuestro rumbo. «Apenas queda comida para uno, así que dos lo pasaremos mal si no hacemos escala pronto».

«No hay problema. Te llevaré a mi casa, está cerca. La tercera estrella después de esa nube: Erercrwn». «Nunca oí hablar de él».

«Te gustará. Mi nombre es Delaira o Bezem, del clan Aguafría, en las Rocas del Despeñadero, raptada por los Caminantes de Estrellas y convertida en uno de ellos en aspecto, que no en corazón».

jueves, 6 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 20. DONDE SE LLEGA A LA ADUANA, PARTE II, Y SE LOGRA SALIR DE ELLA.

*Hasta ahora:

Por fin en el espacio, lejos del planeta y las persecuciones. Aunque pasar la aduana tampoco parece que vaya a ser tarea sencilla. Nada más llegar, Timoteo ya se ve perdido en el laberinto burocrático y condenado a esperar.


Después del profundo mordisco del frío espacial, que había hincado sus dientes hasta el tuétano y dejado marca en sus miembros, obtusos y ateridos desde entonces, el tiempo pasado en la covacha que formaban las grandes raíces de aquellos «árboles llorones, no se me ocurre otro nombre» le había sentado a las mil maravillas. Sin embargo también le roía las tripas desmigando una ya de por sí débilmente cimentada paciencia en cuanto a la burocracia. «Odio a los funcionarios, y odio sus papeles» era el pensamiento que una y otra vez conseguía escapar de la profundidad de su mente y atravesar el frágil intento de permanecer tranquilo. Y en cada ocasión rebullía inquieto acordándose del Míle, y también de la sílfide. Hasta que volvía a calmarse y procuraba distraerse observando el bosquecillo.

La primera imagen de idilio desaparecía al observar de cerca el valle. No había hierba en el suelo; estaba cubierto por el humus de las hojas caídas y el polen, que al llegar al suelo titilaba agónicamente un par de veces y se apagaba. Tampoco había más vida allí que los árboles, ni insectos ni ningún animal de mayor tamaño; por supuesto, no había más plantas que aquellos árboles. E incluso ellos no tenían fácil la supervivencia, habida cuenta de las vueltas que daban sus raíces entrando y saliendo de la roca buscando una grieta en la que pudieran introducirse y encontrar sustento.

Los otros viajeros, que a primera vista parecían estar descansando de su largo periplo por los regiones desconocidas del espacio, en realidad se tiraban en cualquier hueco y hacían lo mismo que Timoteo: acumular toda la paciencia de la que eran capaces, ya que no había otra manera de salir de allí que esperar a que fueran convocados por los funcionarios. Las puertas sólo se abrían al valle, no de vuelta; alguno ya lo había intentado, seguido por las miradas ávidas de todos, ya que el que más y el que menos se había planteado largarse de allí sin cumplir los trámites. Los verticales acantilados se ocupaban de cualquier otra opción de salida.

La colección de rostros variaba poco y lentamente. No había tanto tráfico espacial como se había imaginado Timoteo. Y el turno de llamada no guardaba relación con el de llegada, como todos comprobaban con cierto enfado cuando veían que alguno que no llevaba tanto tiempo como ellos en aquella cárcel salía con presteza al oír su nombre. «Parece que el orden es más por dinero del comerciante o por el valor de la carga", deducía el capitán del Míle, aunque tampoco fuese correcta aquella lógica como atestiguaba un hombre orondo y de ricos ropajes que esperaba desde hacía casi tanto tiempo como él.

«..., capitán mercante de la nave Míle». Tardó un tiempo en reaccionar tras escuchar su nombre. Se puso en pie con sonoras quejas de sus rodillas que habían estado demasiado rato en la misma posición, y levantó la mano: «aquí». En lo alto del valle, cerca de las puertas, se encontraba un funcionario. No era el mismo que le recogió en los muelles pero podría haberlo sido. No sólo vestían igual y estaban cortados por el mismo patrón, «parecen todos iguales». Con una mueca subió la pendiente hasta el hombre, quien no le dedicó ni una mirada sino que giró sobre sus talones casi con la gracia de una bailarina, a la que recordaba por sus largos ropajes, y se dirigió a una entrada vecina.
El despacho estaba bien dentro de la roca. No tenía ventanas y el funcionario y Timoteo habían dado un buen paseo por un largo pasillo hasta llegar allí. El burócrata lo había dejado a la puerta. Ahora estaba de pie delante del agente de aduanas que miraba alternativamente su ruda cara y los documentos que le había entregado, frunciendo la boca por lo que el largo bigote que caía por las comisuras se meneaba, revoltoso. Timoteo tenía la sensación de volver a estar en la escuela, cuando el maestro le llamaba la atención y le hacía quedarse después de clase para hablar con él; según recordaba, "ahora era cuando venía el rapapolvo».

El anciano se rascó la calva cabeza apartando el ridículo gorro que indicaba su alto cargo. «¿Sabes que estos papeles son falsos? Una buena falsificación, no obstante, de las mejores que he visto, añadiría, pero falsificación al fin y al cabo, no hay duda alguna». Timoteo no dijo nada, ¿qué podría decir?. «El sello es bueno y mira que es de lo más difícil. Yo mismo lo he intentado algunas veces, por aburrimiento, entiéndelo, estar en el espacio es muy tedioso, y tengo buena mano con la caligrafía ya que mi padre fue un maestro en la escuela estatal». Levantó la vista hacia el capitán del Míle y éste no pudo por menos que fijarse en sus ojos; para la edad que gritaban las arrugas de la frente y el cuello, las pupilas mantenía vivo el color y el brillo de la juventud, un destello jovial, no los había abandonado. «¿Qué tendría que hacer yo ahora? Realmente me pones en un brete. Ya estoy mayor para estas situaciones, tanto hacía de la última que entonces se condenaba a muerte a los infractores lanzándolos al espacio libre. No es algo con lo que me apetezca cargar después de todo este tiempo, sobre todo siendo a todas luces una chiquillería pues nadie se atrevería a lanzarse universo traviesa con una chalupa enclenque como la tuya. Nos hemos puesto en comunicación con el Senado y no hay ninguna orden de búsqueda y captura contra alguien que responda a tus características, y no puedes utilizar un hechizo de cambio de imagen pues nuestros árboles daarti eliminan toda la magia que entre en contacto con ellos». Timoteo seguía callado, el burócrata estaba lanzado en su perorata y no le iba a dejar meter cuchara, pero además una mezcla de sorpresa y miedo le paralizaba; un huracán podía solventarlo, el mundo del papeleo le resultaba totalmente desconcertante. «Dame una buena explicación y te dejaré pasar».

Timoteo parpadeó un par de veces. «¿Una explicación?» «Sí, sí. Dime por qué lo has hecho». Por la cabeza del capitán del Míle pasaron las opciones rápidamente: mentir, no parecía un hombre capaz de dejarse engañar con facilidad; decir la verdad, «no me creería». Salir de aquel despacho parecía complicado, y punto por punto imposible abandonar luego la aduana aunque no hubiera visto guardias; «este pedazo de roca es suficiente defensa».

«Sólo quiero descubrir nuevos planetas, quizás que una roca como ésta lleve mi nombre». El viejo se quedó callado por un momento, y luego se rió: «¡Menuda tontería!». Se secó las lágrimas mientras hipaba de risa. «En fin, mis ojos ya no son lo que era, igual necesito ya un retiro, volver a tener hierba bajo las babuchas… Estos documentos parecen estar correctos».

Y siguió riéndose mientras Timoteo recogía los papeles y se daba la vuelta. Hubo un momento que se calló, el corazón del capitán del Míle se detuvo ese instante, y murmuró para sí: «igual está tan loco como para que sea verdad, sólo hay que ver el barco», y siguió riéndose.

٭ ٭ ٭

«¿Alguno de vosotros podría explicarme lo que ha pasado ahí dentro?». Atrás quedaba ya la aduana, desapareciendo en la sombra del planeta, y el Míle surcaba de nuevo la negrura protegido en su burbuja de aire. Comparado con el poder de los árboles del satélite rocoso la verdad era que el hechizo del viejo del Barrio del Bosque resultaba un tanto aguado, pero bien abrigado Timoteo no tenía frío. Sentado al timón, otra preocupación nublaba su pensamiento. Una vez más, fue el espectro, pájaro de mal agüero, quien la puso en palabras: «¿cuál es nuestro destino? Y no me respondas con un sinsentido poético», advirtió antes de que el capitán tuviera opción de abrir la boca. Resultó sorprendente para ambos que la conversación la continuase la sílfide: «¿Aespix?». «Eso es la boca del lobo», y también esta respuesta estaba fuera de lo normal ya que era el espectro quien la había dicho, el que normalmente disfrutaba poniendo en peligro de muerte a los demás porque él ya estaba muerto. Y luego añadió, aunque ya no tenía nada que ver con lo que estaban tratando, «esto me suena».

Porque hacia ellos se dirigía, agrandándose más y más, una bola de fuego blanco, cegadora como un sol y ardiente como un infierno. Una estrella fugaz. Un cometa.

«Ahora sí que lo tenemos crudo».

domingo, 2 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 19. DONDE SE LLEGA A LA ADUANA, PARTE I


*Hasta ahora:

Desde que el meteorito chocara contra su barco, Timoteo se ha sentido bajo una constante persecución. Hasta ahora ha conseguido librarse, aunque, al final, le han robado la estatuilla en forma de dragón y ha escapado del planeta gracias a un conjuro que permite que el Míle viaje por el espacio.


La aduana estaba ya a la vista. Un trozo de roca perdido en el espacio atrapado por la atracción del planeta. Gris oscuro, cubierta su superficie por cráteres como un escudo está abollado tras la batalla. Sólo los barcos amarrados a los muelles de piedra en la cara oculta del satélite y los fuegos volantes sujetos con argollas haciendo las veces de boyas daban alguna señal de vida al erial. Y la galera de guerra que patrullaba los alrededores, claro.

«¡Qué diferentes del pequeño Míle son estos barcos!» El casco estaba recubierto de hierro y no tenían velas ni mástiles. Largos como una vida, de afiladas quillas como si navegaran sobre roca viva.

Desde la cubierta de la galera, un hombre agitó un farol. Señas inequívocas para todo navegante: «amarra el barco».

No quería parecer sospechoso, más de lo que ya lo era el Míle. Giró el timón y dirigió el barco a uno de los muelles libres.

٭ ٭ ٭

De cerca los barcos no parecían tan grandes. No es que hubieran dejado de serlo, pero tal era su tamaño que Timoteo había perdido totalmente la perspectiva. Estaba de pie en el muelle construido con grandes bloques de piedra arrancados del corazón de roca que era el satélite, esperando al agente de aduanas que caminaba hacia él desde la caseta que debía amparar las oficinas del amarradero, construido bajo un farallón de paredes prácticamente lisas. Le daba un poco de angustia dejar al Míle ahí solo. «No sólo es que haga poco que vuelvo a tenerlo, no me gustan estos barcos».

Moles de metal forjado, grabadas con formas de unas olas que nunca acariciarían aquellas planchas, bordas tan altas como murallas y sujetos a tierra con cadenas dignas de semejantes titanes. Levantados a ambos lados del pontón, su presencia devoraba cualquier otra cosa. Especialmente a los recién llegados.

Timoteo había sentido cierto desasosiego al desembarcar, al salir de la burbuja protectora que rodeaba el barco. Tampoco es que se sintiera sorprendido cuando comprobó que podía respirar perfectamente en el muelle pero sí tremendamente aliviado.

«¿Has tenido buen viaje?», aunque era una fórmula de saludo por el vistazo que le dirigió a las elegantes pero aparentemente frágiles líneas del Míle resultó evidente que había ciertos matices de preocupación y extrañeza. «Luego preguntará sobre el barco», Timoteo estaba seguro.

«Si eres tan amable de acompañarme rellenaremos los formularios». El agente de aduanas echó a andar de vuelta a la caseta y Timoteo siguió su brillante y calva coronilla. Ahí afuera hacía frío y la vestimenta del hombre no parecía destinada a proteger de las bajas temperaturas. «Qué raro, si vive y trabaja aquí».

La construcción era baja, hecha en madera y piedra y se apoyaba en la pared de roca que subía hasta casi perderse de vista. Había una grieta justo al unirse acantilado y tejado, la única que había visto Timoteo. Dentro la mayor parte del espacio lo ocupaba una gran sala con varios círculos de piedra que rodeaban grandes fogatas; un agradable calor se extendía por la habitación. Había varias mesas colocadas a lo largo de las paredes; los funcionarios hablaban alegremente entre ellos sin hacer el menor caso a los recién llegados. Pero no había duda alguna. Si algo llamaba la atención de la estancia, y Timoteo no tenía duda alguna de que así ocurría, era el enorme, nudoso, retorcido tronco que giraba sobre sí mismo hasta el punto de crear la ilusión de que estaba formado por muchos árboles unos pegados a otros. Nacía de un círculo excavado en el suelo en pleno centro de la sala. No tenía ramas, ni un solo brote. Daba una vuelta antes de llegar al techo y reptaba por él hasta el fondo, donde había una puerta doble, y luego subía. «La grieta en la montaña. Es esto».

El agente de aduanas que le había ido a recoger se dirigió a su mesa y mojó una pluma y miró a Timoteo. Fue un rápido interrogatorio de nombre, cargo y función, motivo del viaje y transporte. Lo más complicado fue a la hora de convencer que realmente era un viajero del espacio capitaneando un barquito tan peculiar, «es un viaje de prueba para la compañía de correos del senador Eban Ilardi, y no sabiendo si va a funcionar no ha querido invertir en una nave de estrellas. Ya tengo suficiente reparo en esta aventura para que vos me pongáis más nervioso», pero Timoteo ya había tratado con otros funcionarios y sabía que la mejor mentira es la que contiene grandes dosis de verdad. Los senadores eran empresarios ambiciosos porque tenían el poder a mano, todos los funcionarios aspiraban a entrar en el Senado y montar sus propios emporios, así que a su manera de pensar no era extraña una expansión interplanetaria; quizá, lo raro era que todavía no lo había intentado ninguno. El ignoto universo daba miedo a los hombres de dinero.

Un «ajá» y una elaborada firma le indicaron que había terminado allí. «¿Ya?». «No. Ahora el funcionario al cargo debe revisar que vuestros documentos están en orden. Yo sólo me ocupo del registro de atraques. Tendrás que esperar». Con un «burócratas» refunfuñado entre dientes, Timoteo se dirigió al fondo de la sala, a la doble puerta detrás del extraño tronco, siguiendo su giro hacia el techo de roca.

Al traspasar la salida vio lo que nunca hubiera esperado encontrar en un pedazo de roca andante por el espacio. Entre los collados cortados a pico se abría un valle idílico y primaveral, un bosque abierto de árboles hermanos al que se encontraba en la sala de registros, esparcidos aquí y allá, con las ramas vueltas y revueltas y de grandes hojas de cinco picos que dejaban caer un polen brillante que Timoteo hubiera jurado que eran lágrimas de estrellas. Apoyados en los retorcidos troncos cuyos huecos formaban suaves apoyaderos, otros viajeros atrapados como él en el laberinto burocrático de la aduana esperaban alrededor de fogatas que eran innecesarias. Los propios árboles despedían calor de su corteza que provocaba la agradable temperatura y proporcionaban luz con sus gotas de polen convirtiendo el valle en una eterna puesta de Sol. Ahora entendía Timoteo las ligeras ropas del funcionario, y también que pudiera respirar allí sin hechizo alguno. Aquellos árboles eran un verdadero tesoro.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

CAPÍTULO 18. DONDE DA COMIENZO UNA NUEVA AVENTURA QUE SIGUE A LA ANTIGUA

*Hasta ahora:

Después de ser torpedeado por un meteorito durante una tormenta, y que este meteorito resultara ser una temible máquina de guerra, la vida de Timoteo se ha vuelto más agitada que de costumbre. Perseguido por diferentes personas, sólo se le ocurre una salida: huir del planeta. Pero eso tampoco le va a resultar fácil. A punto de ser atrapado por unos asesinos llamados Crid, Timoteo llega hasta su barco y huye, dejando atrás a su viejo amigo, el Topo.


El viento soplando con fuerza, hinchiendo sus ropas, revolviéndole el pelo. El frío mordiéndole en las mejillas, la nariz y su única oreja. Los ojos llorosos por la velocidad; «tengo que buscar dónde dejé las lentes». La carcajada histérica, casi salvaje que las corrientes de aire lanzaban al arremolinarse a lo largo del esbelto casco del Míle. El propio barco, elegante, arrogante.

Tantas cosas que hacían que su corazón latiera con entusiasmo casi bárbaro. Y ahora nada de eso le importaba. Mientras trataba de centrarse en gobernar al Míle, que brincaba entra las nubes como un becerro por las rocas, un solo pensamiento se repetía una y otra vez, como si tuviera la cabeza vacía y el eco lo repitiera, rebotando por las paredes del cráneo: «espero que el Topo esté bien». No acostumbraba a dejar gente que le importara atrás; de hecho, no recordaba ni una sola ocasión en que actuara así. Y le escocía. Mucho.

«¿Cuál es nuestro destino?», quiso saber el espectro, que se mostraba más reticente a desaparecer de nuevo cuando estaban en el Míle. «Eso, eso. ¿Adónde vamos?», se unió a la pregunta la vocecilla encerrada en el mascarón de proa. «Arriba» fue la respuesta del capitán.

«¿Arriba cuánto?» Pero esa cuestión quedo sin contestarse. Timoteo fijó el timón y aseguró las sogas de la vela, que tironeaba del mástil en una vana carrera contra el propio barco del que formaba parte. Para cuando se hubo puesto todo lo que tenía de abrigo encima y encontrado las lentes protectoras de los ojos, lo que le costó más de un golpe en unos dedos que empezaba a estar demasiado ateridos y varios refunfuños por su mala memoria y por su manía de no dejar las cosas siempre en un sitio reconocible y fácilmente encontrable, hasta el propio Míle había dejado de lado la euforia y cabeceaba dubitativo al encontrar ante su quilla nada más que estrellas.

«Estás decidido a dejar el planeta, entonces». El espectro se puso a su lado, observando al igual que él los rutilantes puntitos que salpicaban el cielo nocturno. Se giró hacia él y mantuvo la vista fija hasta que Timoteo también lo miró. «Te robaron la figurilla, ¿recuerdas?» «¿Cómo voy a olvidarlo?» «Quiero decir, ya no la tienes, no interesas a nadie». «Algo que a los Crid no les impidió intentar agujerearme», y el espectro no tuvo más remedio que callarse porque tenía que admitir que Timoteo hablaba con razón.

«Esa estatuilla sólo ha dado problemas…»

El aire empezaba a enrarecerse, la respiración era dificultosa y el frío mordía con saña furibunda. El último jirón de la nube más alta quedó atrás y ante ellos se abrió una visión incomparable. Nadie habló, ni siquiera el Míle emitió un solo crujido. Atrás, como aguadas pinceladas, las nubes. Delante, el negro universo. No tan oscuro como pudiera imaginarse, un negro sólido y espeso, moteado, agujereado, traspasado por cabezas de alfileres que les observaban, abriendo los brazos para recibirles como amigos que nunca supiste que estaban ahí, sonriéndoles, latiendo luz. Paz. Una tranquilidad letal, ya que allí no había aire que respirar ni calor que alentara la vida.

El pergamino quedó desplegado en un gesto rápido y la mano de Timoteo lo aplastó contra la quilla. Nada, durante un momento. Luego las runas cobraron vida, se deslizaron del pergamino a la cubierta y desde allí rodearon al Míle. Y lo que estaba a punto de convertirse en una tumba adquirió vida.

Sólo visible de reojo y por un ligero reflejo, una burbuja rodeaba el barco; cálida, de aire con aroma a campo después de la lluvia, emitía un ligero resplandor no perceptible mirándolo directamente pero que permitía ver todo el barco cuan largo y ancho era.

«Nunca hubiera dicho que funcionaría». «Una vez más, tendrás que esperar». El espectro se encogió de hombros. «Da igual. Tengo curiosidad por saber cómo acaba esto».

Y así dejaron detrás su viejo mundo. Ante ellos el océano más vasto jamás surcado, la inmensidad más enorme que imaginarse pudiera. La vela henchida por un viento inexistente, la digna sílfide oteando el espacio y el espectro subido al mascarón. El único tripulante con vida al timón. «¿Qué rumbo, capitán?»

«Todo recto, hasta el amanecer».

lunes, 12 de noviembre de 2007

CAPÍTULO 17. DONDE EL PELIGRO SE HACE REALIDAD

*Hasta ahora:

Timoteo y el Topo se han repartido los deberes: encontrar un hechizo para salir del planeta y los documentos para pasar la aduana. Cada uno vuelve a casa por separado, ambos con sus respectivos objetivos alcanzados. Pero el Topo se ha encontrado con un imprevisto que les obliga a huir tras quemar la casa.


«¿Tenías que hacer eso?». «Nos da tiempo». «Lo sé, pero… ¡tu casa!».

Estaban lo suficientemente lejos del pueblo para permitirse un descanso. Aún lo veían, allá abajo en la lejanía, pues estaban acomodados en la ladera de una loma justo en la linde del bosque pero sin perder de vista el camino para asegurarse de que no les siguieran. Con un poco de agua se lavaban los restos tiznados de sus manos y rostros. Todo caminante a aquella hora era sospechoso, más aún si a todas luces acababa de salir de un incendio.

La villa bullía de actividad. Pequeñitos como hormigas, los vecinos correteaban por entre las viviendas intentando reducir a inofensivos rescoldos las voraces lenguas ígneas que saltaban de lo que hasta esa tarde había sido la casa del Topo y que ahora amenazaban con hambrienta insistencia saltar a los edificios circundantes. Ya habían conquistado la copa de un árbol cercano, a medio camino entre la gigantesca hoguera y el bosque colindante. Si las llamas alcanzaban a sus hermanos el desastre podía ser descomunal y pronto el pueblecito no sería más que un recuerdo en las crónicas… o ni siquiera eso, de tan pequeño que era.

Al Topo no parecía pesarle en absoluto los aprietos a los que había sometido a sus vecinos. Mascaba con fruición unos frutos secos. «No he cenado», gruñó por respuesta a la mirada de Timoteo.

«¿No crees que va siendo hora de que me cuentes qué ha pasado?». «Unos documentos para pasar aduanas interplanetarias no son fáciles de falsificar. No he podido acudir al tipo habitual. Buen hombre, sabe mantener la boca cerrada. El otro, no».

«¿Quiénes son?». «Crid, yo creo. No los vi en ningún momento, y si noté que me seguían fue porque querían que lo supiese. Así que yo no soy la presa». Un instante de silencio. «El incendio los despistará por un tiempo». «Eso espero».

Las últimas palabras del Topo aún no se habían desvanecido en el frío aire nocturno cuando un siniestro silbido las seccionó de cuajo. Sólo la primera nota vibró en la noche y los dos ya habían saltado y rodado por el suelo. La fina hoja de centelleante acero quedó, solitaria y cimbreante, hundida hasta el mango en la hierba aplastada por el cuerpo de Timoteo. La segunda buscó su corazón de nuevo pero ya nadie había a la vista. En el cielo noche sin luna, y sin estrellas pues recias nubes como mantas de estopa ocultaban con obstinación la bóveda celeste.

٭ ٭ ٭

«¿Cómo lo has sabido?», farfulló el Topo. Apartó las desnudas ramitas de un arbusto que le arañaban la cara y siguió andando todo lo deprisa que podía evitando hacer ruido en la espesura. Timoteo caminaba junto a él, mirando tantas veces atrás como al suelo para evitar las raíces traicioneras que se levantaba del suelo como recios cepos en ávida busca de presa que quebrar. «Vi al cenizo éste en el bosque». «He venido a buscarte, pero parece que tendré que esperar un poco más», rió el espectro como si se encontrase en mitad de un juego y tuviese apenas nueve años y estuviese en compañía de sus camaradas de pandilla en la plaza del pueblo. El Topo miró más o menos en la dirección del espectro. «Tendría que habérmelo imaginado cuando me dio el escalofrío».

«El escondite del Míle no queda lejos. Sólo tenemos que llegar antes y ellos no saben dónde está». El bosque, de árboles altos y separados, no iba a servirles de escondite mucho tiempo pero estaba claro que no podían salir al camino de nuevo pues allí serían más visibles. Pero el sitio que indicaba Timoteo estaba al otro lado del camino, donde se levantaba otro bosquecillo. Distinto; éste era de hayas, y por alguna razón de ésas de las que sólo la Naturaleza sabe la razón, a pocos pasos se habían congregado castaños, robles y algún nogal despistado.

Los tres se miraron. Al espectro la situación parecía divertirle enormemente y una sonrisilla de suficiencia y totalmente insufrible se pintaba en su cara. El Topo, en cambio, dejaba a las claras con su gesto que no le hacía ninguna gracia aunque «no se me ocurre nada mejor».

El camino parecía despejado. Claro que, siendo Crid sus perseguidores no los verían hasta que el último suspiro arrancara la conciencia sus ojos vidriosos y moribundos. Tenían sus buenas zancadas para cruzar a campo abierto. Si eran listos, y lo eran, algunos habrían entrado en el bosque pero al menos uno habría quedado en la linde de la vía; «es lo que hubiéramos hecho nosotros», razonaron los dos amigos.

Timoteo sacó la ramita más pequeña. Era el método más sencillo para decidir a quién le tocaría la peor parte… que era salir segundo. El primero cogería por sorpresa al vigilante. Mientras esto pasaba por la cabeza del capitán del Míle, cuyo corazón bombeaba emociones contradictorias ante la perspectiva de reencontrarse con su barco, el Topo dijo: «no vale la pena pensárselo más» y salió corriendo. Durante un trecho fue recto, el suficiente como para que alguien reaccionase, y luego giró a un lado y a otro y en zigzag llegó al bosquecillo vecino sin que nada sucediera. Lógico, era lo esperado.

«Te veo… al otro lado», a Timoteo no le gustó nada la sonrisita del espectro.

No había movimiento alguno, ni tampoco sonidos. Arriba, el cielo seguía cerrado y no había luz de ninguna clase que provocara sombras. La brisa nocturna era ligera y apenas llegaba para acariciar la punta de las hojas y la hierba. Calma. Por supuesto. ¿Qué otra cosa podía ser?

No cogió aire, no pensó en las ramitas quebradas. Sólo correr. Salto a un lado y, antes de que el segundo pie llegara al suelo, agachado, nuevo salto y cambio de dirección. Las finas hojas de muerte seguían a Timoteo como la estela a la quilla del barco. Adelante, a la derecha o a la izquierda, nunca atrás porque te frenas. El aire que se abre, sesgado, y el recuerdo de una oreja que ya no está. Y, al fin, el abrigo de los árboles. El ululato que siguió les advirtió que pronto habría más pero el tiempo que tardaba el depredador en dar la posición les daba a ellos la oportunidad de sacar unos pasos.

Ya no importaba el sigilo. Tampoco los arañazos y los enganchones, iban tan rápido que se enteraban del obstáculo cuando éste ya colgaba de un jirón de sus ropas o una impertinente gota de sangre caía sobre los ojos. Timoteo sabía dónde estaba el Míle, y aunque se hubiera desorientado en la sucesión de ramas, hojas y jadeos que era ahora su mundo porque notaba su llamada en el corazón. Sí, el barco se alegraba de verlo de nuevo.

«¿Qué os pasa que venís con tanta prisa?». ¡Qué alegría esa voz chirriante! Pero el capitán no se paró a disfrutar de cómo le taladraba los oídos. Saltó a la cubierta y en el mismo movimiento se hizo con la pequeña hacha. Cortó todas las sogas y sólo le dedicó un pasajero pensamiento a cómo volvería a anclar el barco en caso de necesidad. Seis había necesitado para mantener al Míle posado y bien sujeto. No soltó la vela, no la necesitaba para ascender. Algo le escamó cuando fue él quien cortó las seis cuerdas, perdió un precioso instante en ver que las de babor estaban aún atadas cuando ya había cortado las de estribor.

El Míle se desperezó con alegría salvaje. Era libre de nuevo; volvía al cielo, volvía a casa. Crujió la madera, henchida de furioso júbilo por el pasado cautiverio. Fue entonces cuando Timoteo se dio cuenta de que estaba solo. Se lanzó sobre la borda

Abajo, el Topo le dijo adiós. «Yo no voy». «¡Los Crid!». «No soy la presa». «Sube, ven conmigo». «¿Qué haría yo en otro planeta? Además sólo hay documentos para uno. Haré lo que mejor sé hacer: esconder a alguien, sólo que ahora el cliente soy yo». Y con la sonrisa pícara que Timoteo no veía desde los diez años, el Topo se escabulló entre los árboles. Él tuvo que agacharse cuando tres destellos asesinos se clavaron en la madera a pocos centímetros de su nariz. Se apartó de un salto pero ya no tenía nada que temer. El Míle había sobrepasado las copas de los árboles y ahora era el momento de arriar la vela. Apenas un parpadeo después, el pequeño barco era un recuerdo en el cielo.

viernes, 26 de octubre de 2007

CAPÍTULO 16. DONDE SE DICE AQUELLO DE «TENEMOS UN PROBLEMA».


*Hasta ahora:

Aunque no hay ningún documento oficial que lo anuncia, Timoteo sabe que un funcionario del senado le persigue para hacerse el autómata de guerra. La única opción que se le ocurre es escapar del planeta pero para ello necesita unos documentos para pasar la aduana y un hechizo para que el Míle pueda navegar por el espacio. Ya ha comprado la magia, ahora sólo tiene que esperar a que su amigo el Topo vuelva con la documentación…


Timoteo había caminado buena parte de la noche. En silencio y solo porque el espectro había vuelto a largarse. No había aflojado el paso en el trecho desde el Barrio del Bosque hasta la casa del Topo y llegó cubierto de una pátina de sudor que le cubría la cabeza de vaho al entrar la cálida humedad en contacto con el frío aire nocturno.

Nada más cerrar la puerta, la oscuridad y el silencio le recibieron. Y también el frío. La temperatura no se había caldeado al entrar en la casa. «El Topo aún no ha vuelto». Se demoró en encender la chimenea, lo que le costó un tanto ya que la leña estaba húmeda y chisporroteó un rato antes de prender. Pero el calorcito que al poco fue extendiéndose por entre los rincones compensó el esfuerzo. Cogiendo un trozo de pan duro y queso de la alacena bajó a la bodega, hasta el escondite.

Allí no hacía efecto el fuego de la chimenea pero no fue ésa la única razón por la que se le erizaron los pelillos de la nuca. El farol que estaba encendido cuando él había salido había desaparecido, y con la poca luz que llegaba del piso superior Timoteo podía ver el estante para botellas caído en el suelo y la puerta del escondite abierta. Nada más alcanzaba a vislumbrar.

En pocas zancadas había vuelto arriba y cogido una tea y vuelto a bajar. Chapoteó en el charco de vino sin hacer caso a los eventuales crujidos de los trozos de cristal que se partían bajo la suela dura de sus botas. Su corazón, que había empezado a latir a toda velocidad cuando descubrió el estropicio, se negó a dar un latido más en cuanto entró en la pequeña habitación que era su escondite.

Ahí estaba más o menos todo igual. Igual porque las camas seguían en su sitio, y la mesa y las sillas. Pero su petate estaba vacío y su contenido por el suelo. Aunque no todo. Al primer vistazo identificó lo que faltaba pero aún así buscó debajo de las literas y de las ropas y por el escaso suelo, y luego salió a la bodega para asegurarse que no estaba entre las sombras.

La estatuilla con forma de dragón no estaba por ninguna parte. Y tampoco el viejo.

Subió arriba aún con la tea en la mano y perdió un tiempo que él sabía infructuoso pero que para su tranquilidad no podía dejar de usarlo en buscar por las otras dos habitaciones de la casa, cocina y dormitorio del Topo, y en el altillo. Por supuesto, la casa estaba vacía.

Salió a la puerta principal y se dio de bruces con el Topo.

«¿Qué haces con eso?», gruñó el hombrecillo quitándole la improvisada antorcha de las manos y lanzándola con puntería hacia la chimenea, donde se desmoronó la pirámide que había formado Timoteo para encender el fuego. «El viejo se ha largado y me ha robado». «No tenía pinta de ser tu amigo», el Topo le empujó para dentro de la casa. «¡Que me ha robado!». «Olvídate. Tenemos un problema. ¿Conseguiste el hechizo?».

Quizás fuera el tono apremiante en la voz, los movimientos convulsos o leve temblor de sus pequeñas manos de largos dedos pero toda la atención de Timoteo se concentró en su amigo. Como respuesta sacó el rollo de papel de su bolsillo. El Topo le puso en las manos otro escrito: «los documentos para la aduana. Recoge tus cosas».

Dicho y hecho. No en vano se conocían desde hacía tiempo y no eran frecuentes ni largas sus estancias en el lado correcto de la ley. Hay momentos en los que no se ha de pensar y los síntomas del Topo evidenciaban que éste era uno de ellos. ¿Qué había pasado? Eso daba igual si luego uno tenía tiempo de enterarse, pero primero había que conseguir ese tiempo.

Si Timoteo había subido rápido a por algo de luz cuando descubrió el desaguisado de la bodega, ahora fue aún más raudo. De un solo barrido metió sus pertenencias desperdigadas en el petate y salió de la habitación

Arriba, el Topo no había perdido el tiempo. Aprovechando la lumbre que había encendido su amigo la esparció por la casa acumulándola al lado de tela y madera que ya prendía y las llamas crecían a toda velocidad con hambrienta furia. Ahora llenaba un par de saquitos con alimentos que pudieran conservarse un tiempo en la alacena. No mucho, sólo para un par de días quizás.

Se reunieron en el salón, ya prácticamente conquistado por el fuego. Timoteo llevaba a la espalda su bolsa y cogió la que le tendía su amigo llena de comida. Por su parte el Topo se quedaba con uno de los saquitos y en la otra mano tenía el último tocón ardiente. Salieron por la puerta de atrás, la que daba al bosque y luego el dueño de la casa terminó de prenderle fuego.

domingo, 7 de octubre de 2007

CAPÍTULO 15. DONDE SE COMPRA UN HECHIZO, POR FIN, CON ALGUNAS DIFICULTADES. PARTE II


*Hasta ahora:

Guiado por las indicaciones del chatarrero, Timoteo llega a la cabaña del hechicero, un personaje de personalidad cambiante y mal humor permanente que no parece muy dispuesto a ayudar su visitante hasta que no ve el dinero.


«¿Cuál es tu problema, hijo?», quiso saber el enclenque hechicero acariciando con los ojos la bolsa de las monedas. «¿En serio quiere saberlo?». «Estoy aburrido y me apetece una buena historia. ¡Y no se te ocurra estropeármela con la verdad!». Timoteo parpadeó un par de veces sorprendido ante los cambios de humor de su anfitrión, que ahora se sentaba en un taburete arreglándose las ropas para que no se le arrugasen, lo cual era imposible porque estaba claro que hacía días que no se cambiaba ni para dormir.

«Soy un navegante mercante y he tenido algunos problemas con las autoridades locales», empezó a hablar Timoteo, eligiendo cuidadosamente las palabras para con contar más de la cuenta. «Lo suficientemente complicados como para obligarme a tener que…». «Aburrido, aburrido. ¿No sabes contar nada mejor? ¡Largo!». Aquel personaje, con esa misteriosa energía que no podía caber en el cuerpecillo que la retenía, ya se levantaba dispuesto a abrirle la puerta. «Empiezo a estar cansado de este juego, viejo», Timoteo se mordió la lengua para no gritárselo y zarandearle, «desde luego estoy pagando caro el maldito hechizo». Y añadió en voz alta: «¡Esperad, esperad! Mejoraré la historia». Con una colección de gruñidos y bufidos y farfullando palabras a medias el ruinoso vejestorio volvió a sentarse; esta vez no hizo ni caso a cómo le quedaban las ropas.

Timoteo aún dudó un poco antes de empezar pero ya no se le ocurría cómo contentar al caprichoso mago que le escuchaba y, realmente, necesitaba ese hechizo: «en mitad de una tormenta un meteorito chocó contra mi barco, solo que no era un meteorito sino un huevo de hierro con una estatuilla dentro con forma de dragón: un autómata de guerra del planeta Aespix…». La boca del hombrecillo se fue abriendo tanto que para cuando Timoteo acabó de hablar tuvo serias dudas de si se le habría descoyuntado la mandíbula, en la que, por cierto, había más huecos que dientes. «Funcionarios corruptos, persecuciones, autómatas que participan en guerras estelares, planetas lejanos… Te lo has inventado todo, ¡seguro!, pero ha sido divertido, ji, ji, divertido, sí. ¿Qué es lo que querías?». Timoteo ahogó un suspiro de alivio: «un hechizo». «¿Y yo te he dicho que te lo daría? ¡Qué raro! Tenías dinero, ¿verdad? Bien, bien, bien. ¿Qué clase de hechizo querías?».

«Quiero ir a otro planeta pero mi barco no puede». «Un hechizo de viaje entre planetas… Muy difícil, no lo haré. ¡Largo!». A Timoteo se le acababan las ideas y la paciencia, y se quedó anonadado con el nuevo cambio de idea de su interlocutor cuando ya creía tenerlo resuelto. Y se quedó quieto, sin reaccionar. «Bueno, si insistes creo que algo tengo escrito por ahí, puedo ir a ver…», y se levantó y se escabulló entre varios libros, dejando al visitante aún más sorprendido y definitivamente decidido a retorcer el arrugado pescuezo del brujo en cuanto consiguiese lo que había venido a buscar.

Los murmullos del tipejo iban de aquí para allá entre la maraña de trastos que llenaban la cabaña, y la única manera de saber su posición era estar atento a los eventuales legajos que volaban de repente de debajo de algún mueble.

Iba Timoteo a sentarse en un escabel cuando estaba claro que estaría en la casa un tiempo cuando reapareció repentinamente el hechicero y apartó los pergaminos que el propio visitante iba a retirar. «No toques, te dije al entrar, no toques», y volvió a desaparecer de manera tan brusca como había aparecido. Como tenía libre el asiento, que era lo que quería, Timoteo no le hizo más caso. «Espero que el Topo haya conseguido los documentos o no pasaremos la aduana, ni siquiera con el hechizo».

«¡Ya está!», el vejestorio volvía con un papel en blanco, un pincel y un bote con tinta roja un tanto grumosa. Apartó de un manotazo y sin ningún tipo de cuidado varios libros y tarros que cayeron al suelo sin que ninguno se rompiera y con movimientos rápidos que tuvieron que suponer un tremendo esfuerzo para sus anquilosadas articulaciones, dibujó tres enormes letras. «Toma, lo pones en el casco cuando salgas del cielo», y se lo dio enrollado. «Y pásate por aquí algún día y dime qué tal funciona. No se hacen milagros todos los días y uno tiene su ego. Aunque, claro, si no funciona, no te volveré a ver así que también lo sabré, ji, ji». «¿Puede que no funcione?». «¿Quién sabe, hijo, quién sabe? No puede estar nunca seguro uno sobre estas cosas de la magia, muy complicadas». Por un segundo, Timoteo se planteó muy seriamente matar al hombrecillo allí mismo. «Está bien, decidme cuánto os debo».

Ahora el que parpadeó sorprendido fue el hombrecillo: «¿Dinero? No, no. Te envía Elastor». Lo acompañó hasta la puerta y le puso una empanada fría cubierta con un trapo en la mano. «Y, acuérdate: si no funciona, mátate tu mismo; es peor ahogarse con el fuego de más allá del cielo. Una muerte horrible. Me pasó una vez. Adiós, adiós, diviértete con los dragones y las guerras estelares».

Pocas veces le habían alejado tan rápido los pies de Timoteo de un lugar.

sábado, 6 de octubre de 2007

CAPÍTULO 14. DONDE SE COMPRA UN HECHIZO, POR FIN, CON ALGUNAS DIFICULTADES. PARTE I


*Hasta ahora:

Obligado por las circunstancias, Timoteo acompaña a un guardia para arrestar a uno de los habitantes del Barrio del Bosque, un gigantesco chatarrero que pone fuera de combate al patrullero antes de que empiece la pelea propiamente dicha. A punto de enzarzarse con su segundo contrincante el chatarrero ve al espectro y reconoce la marca que lleva Timoteo en su muñeca pues él lleva una igual. Como favor, le indica dónde hay un mago.

Timoteo estaba frente a la destartalada cabaña bajo el roble que son dos. «¡Qué manía que tiene la gente de no llamar a las cosas por su nombre!», gruñó para sí porque el roble que son dos no era más que una pareja de árboles que compartían el nacimiento del tronco y la maraña de raíces que sobresalían del humus que cubría el suelo del Bosque.

La cabaña tenía las paredes tan torcidas que era realmente inverosímil que se mantuviera la estructura en pie, pero aguantaba. Estaba alejada de las demás casas del barrio y del camino principal; de hecho, de cualquier camino como lo atestiguaban las hojitas y ramitas de la mitad de los arbustos que se había encontrado Timoteo en su camino y llevaba colgando de sus pantalones y la capa. En definitiva, un sitio perfecto para perder la bolsa y la vida.

«Allá vamos, entonces». En pocas zancadas, ya no había plantas rastreras en la zona cercana a la cabaña, Timoteo se plantó ante la puerta y llamó con la palma abierta de sus manazas encallecidas. Enseguida se arrepintió, temiendo que la construcción se viniera abajo por los golpes. Y aunque la borda tembló amenazadoramente, continuó en pie. «Es un hechizo, seguro».

Algo que aún se hizo más evidente cuando se abrió la portezuela. Era imposible que aquella pared siguiera enhiesta sin el apoyo de casi un tercio de su totalidad. Especialmente cuando las jambas saltaron hacia fuera y un rápido movimiento de cabeza de Timoteo le evitó acabar descalabrado. Aún con el corazón desbocado gruñó: «deberíais hacer que os miraran eso. Vais a matar a alguien». «No será una gran pérdida si ha venido aquí». El tono y la voz, chirriante como debiera ser la cabaña entera pero que no obstante el maltrato recién recibido no había soltado ni una sola queja, llamaron la atención de Timoteo, que sólo había prestado atención al madero que había volado hacia él voraz como un ave de presa.

Era un tipo extraño, de eso no cabía duda. Encorvado, con las piernas y los brazos largos, finos y deformes como alambres deshilachados. La poca piel que se le veía, la de las manos y el rostro estaba apergaminada, llena de manchas, arrugas y de un color entre amarillento hepatitis y gris ceniza que cambiaba según se reflejaba en ella la luz del farol que colgaba junto a los restos de la puerta en la parte interior de la cabaña, cuando directamente los rayos luminosos no la atravesaban dejando al descubierto una miríada de venitas azules, tendones pálidos y carne oscura. Nariz larga y aguileña, cejas que caían por los lados hasta unos hendidos pómulos, sin labios y con unos ojos que de tan transparentes parecían de cristal. Una ruina de hombre. Pero sus movimientos eran eléctricos y precisos; no era lo que parecía.

«Si has venido sólo a criticar mi puerta ya puedes irte largando con viento fresco. Y si no tienes dinero, también». Timoteo sacudió su bolsillo y algunas monedas tañeron dejando un alegre eco metálico. «Ah, bueno, en ese caso igual mereces la pena». «Me envía Elastor». «Entonces no la mereces. Ese patán siempre me envía causas perdidas. ¡Largo! ¡Largo!». Viendo que Timoteo no tenía la más mínima intención de irse, ni siquiera hizo un amago de moverse, aquel deshecho de piel y huesos intentó empujar para apartarlo. Pero nada podía hacer contra su visitante y el intento quedó en un patético conjunto de gañidos y crujidos de todas las partes de su enclenque cuerpecillo. Viendo la inutilidad del esfuerzo se incorporó e intentó arreglarse el pelo, tan encrespado y alborotado como el del propio Timoteo aunque de un blanco sucio y abierto como si tuviera una mariposa de nieve posada en el cogote, y luego carraspeó para volver a adoptar una postura muy digna: «he decido ver qué es lo que quieres. Pasa, anda, pasa. ¡Y no me rompas nada!»

Si el exterior ya había dejado a Timoteo anonadado por su precariedad estructural, cuando entró en la cabaña su corazón casi se para del susto. No había nada recto. Escapaba a toda comprensión cómo aguantaban las tarrinas llenas de líquidos en su sitio sobre unas estanterías que parecían tener un romance con las piedras del suelo. Las puertas de las alacenas no encajaban entre ellas, la mesa que ocupaba casi la mitad de la estancia estaba carcomida y no daba ninguna sensación de poder soportar un ápice más de peso del que ya aguantaba. Y luego, el desorden general. Nada parecía estar en su sitio: libros, ropas, platos, cachivaches… repartidos arbitrariamente por todo el espacio.

«Tú, ¿qué quieres?» le espetó a Timoteó una vez se hubo puesto un mandil raído y sucio de un color indefinido. «Un hechizo». «De eso no tengo, ¡largo!». «Elastor te recomendó cuando le pregunté por un mago». «Oh, bueno, entonces supongo que no puedo escaquearme. Tenías dinero, ¿verdad?». Timoteo sacó su bolsa de cuero del bolsillo y la puso sobre la mesa. Los ojos del enjuto hombrecillo brillaron como lo harían las propias monedas de haber recibido un rayo de luz. «Ji, ji, ji. Puede ser divertido… ¿Cuál es tu problema, hijo?»

miércoles, 19 de septiembre de 2007

CAPÍTULO 13. DONDE UNA MARCA EVITA UNA PELEA.


*Hasta ahora:

Timoteo busca un mago para comprarle un hechizo que le permita huir del planeta, al menos hasta que sus perseguidores se olviden de él. Pero cuando llega al Barrio del Bosque un guarda se fija en él y le contrata para reducir a un chatarrero rebelde. Por no llamar la atención, Timoteo acepta a regañadientes, esperando que el hombre al que busca el guardia no sea muy grande… o sepa algún hechizo.


«Desde luego que es grande».

El chatarrero pululaba por su taller muy atareado apilando los restos metálicos que había traído en sus distintos paseos. Los apilaba en una pila de piedra bajo la que había una lumbre débil que pronto ardería con fuerza gracias al fuelle que se apoyaba en la pared cercana. El fuego fundiría el metal y el chatarrero, tras darle forma de barra, lo vendería a un herrero. Timoteo sabía eso, en alguno de sus negocios había hecho ese mismo intercambio. «Buenos tiempos aquellos».

A su lado el guardia sudaba profusamente. No parecía muy seguro y eso hacía que Timoteo aún temiera más al tipo de enfrente. «Que alguien me recuerde cómo demonios me he metido en este lío…», y en voz alta añadió: «si vamos a hacerlo, hagámoslo ya».

El guardia le miró, y durante un instante Timoteo estuvo seguro de que no sabía quién era su interlocutor, y luego tampoco estuvo muy seguro de quién era él mismo. La única opción que había era salir él primero y así el guardia igual recuperaba el valor, se lanzaba corriendo sobre el chatarrero y se llevaba los primeros palos. Por su parte, él aprovecharía ese momento para salir corriendo. Porque el chatarrero era más que grande.

Dicho y hecho, tras lanzar una mirada de connivencia con el espectro para que le echara una mano en caso de apuro, Timoteo salió de detrás del tronco en el que se escondían él y el guardia. Y el representante de la autoridad imperial recordó cuál era su deber justo a tiempo y salió de las sombras cuando el chatarrero se giraba hacia ellos. «¿Qué queréis?», bramó como si todo el viento del Norte le cupiera en su enorme pecho. A pesar de los temores de Timoteo al escuchar el vozarrón, el guardia no se arrugó. «A ti. Te espera una incómoda celda en el puesto de la guarnición» «¿Y qué se supone que he hecho para merecer tal honor?» «El funcionario Adi Murron tiene los cargos».

«Ahora es cuando se lía», murmuró para sí Timoteo, que se escondía en la capucha con la vana intención de hacerse tan pequeñito que pasara desapercibido para el chatarrero que en esos momentos respondía con palabras nada agradables a la proposición del guardia. Y, efectivamente, se lió.

Antes de que ninguno de los dos asaltantes pudiera moverse, el chatarrero habría cruzado con dos zancadas el espacio mediante y agarró al centinela del cuello de la camisa. Con un «¿a dónde pretendías llevarme, piltrafilla?» lo lanzó contra el árbol y el hombre tuvo el buen juicio de no volver a levantarse. Tras un vistazo rápido, Timoteo decidió que más que sentido común era incapacidad de volver a colocar su cuello en una posición que se asemejara a la de cualquier ser vivo.

«¿Y tú?». Ahora le tocaba a él. Y el condenado espectro brillaba por su ausencia… «Sospecho que un “pasaba por aquí” no sería creíble, ¿verdad?». El chatarrero lo miró un momento, y luego para sorpresa de ambos se echó a reír con unas carcajadas que confirmaron que sí encerraba el viento del Norte en sus pulmones. «Busco un hechicero competente y con no demasiadas ansias de vaciarme los bolsillos. Si me dices donde hay uno desapareceré de aquí antes de que te des la vuelta». El hombretón estaba ahora mucho más amables después del acceso de risa pero no pasó por alto el tufillo impertinente de la propuesta de Timoteo. Se disponía a indicar a las claras lo que opinaba cuando el fantasma se acercó al taller. «Ahora apareces», gruñó Timoteo enfadado.

El chatarrero se había quedado callado, mirando fijamente al espectro. No tenía miedo ni aprensión aunque en su cara rubicunda se adivinaba claramente que no le gustaba la sensación de frío que acompañaba a la aparición. «¿Tú lo ves?», la potente voz se había convertido en un arrullo, «también cargas con la muerte de un inocente». «Gajes del oficio», admitió Timoteo, que acababa de ver la marca a fuego grabada en el interior de la muñeca del hombre. Los ojos del chatarrero estaban fijos en la suya. Cuando subieron hasta cruzarse con los de su pequeño interlocutor, le confió: «busca el roble que son dos y allí encontrarás una cabaña. Di que te envío yo, de parte de Elastor».

Se dio la vuelta y continuó con su tarea. Timoteo tampoco perdió más tiempo y se alejó de allí.

domingo, 9 de septiembre de 2007

CAPÍTULO 12. DONDE LA COMPRA DEL HECHIZO SE RETRASA POR UN IMPREVISTO


*Hasta ahora:

Timoteo lo tiene claro. Si quiere evitar la persecución lo primero es desaparecer, y dado que los que lo persiguen pertenecen a las clases altas sólo hay una salida: irse a otro planeta. Pero el Míle no está preparado para ese viaje; necesita acondicionarlo y eso sólo puede hacerlo comprando un hechizo. Mientras el Topo arregla sus nuevos documentos de identidad, Timoteo sale en busca de un mago.


No era el corazón del Bosque pero desde luego que estaba en lo profundo de la foresta. Los árboles que lindaban con el camino eran altos y robustos pero quedaban reducidos a endebles brotes primaverales junto a los gargantuescos mástiles que erguían sus ramas al cielo como esqueléticos dedos suplicantes. Cada uno de esos troncos podía albergar en su interior con total comodidad cualquiera de las chozas y chabolas que aparecían salpicadas entre sus raíces, haciendo del barrio una comunidad desperdigada que obligaba a oriundos y foranos a dar intrincados paseos al moverse de un lado a otro. No había ningún camino en el arrabal, ni tampoco que entrara o saliera de él.

Lo llamaban barrio pero estaba lejos de cualquier ciudad o pueblo. No tanto, lo suficiente para no molestar. Pero todo el mundo sabía dónde estaba y qué se hacía allí.

Timoteo había tardado casi toda la tarde en decidirse ir allí. En las aldeas vecinas había demasiada gente y sólo acercarse a la primera ya le había supuesto un inicio de ataque al corazón al encontrarse de cara nada más torcer la primera esquina con dos guardias charlando animadamente con un vendedor de frutos secos ambulantes mientras tomaban una ración. No sabía si le habían visto o si sabían quién era. «Me da igual». Otro susto así y su pulso respondería a la edad que sus arrugas decían que tenía.

Así pues, la única opción que le quedaba sin embarcarse en un viaje de varias semanas a otra comarca era el barrio del Bosque. Pretender que allí no habría guardias era una tontería, y bien grande además. Pero no llamaría la atención. Entre tanto malcarado, pordiosero, tipo duro de sospechoso pasado y matón de tres al cuarto no llamaría la atención. «Ahora bien, si alguien me está buscando, antes o después dejará caer un ojo en el Bosque».

Primero tendría que hacerse con un disfraz. Y no porque él mismo fuera menos malcarado, tuviera aspecto de pordiosero duro con pasado oscuro y anunciase a los cuatro vientos que se alquilaba a cualquier precio para todo tipo de trabajos fuera de la oficialidad que cualquiera de los que dormitaban bajo las ramas de los árboles gigantes, sino porque tenía que ocultar sus rasgos más llamativos. «A saber, mi pelo rojo y la oreja que me falta». Tendría que ser un sombrero o una prenda con capucha, o una capa larga para ponérsela sobre la cabeza.

«La primera en la frente», gruñó cuando nada más acabar de echarse la capucha de la capa que “había encontrado perdida en un prado” por encima de la cabeza se dio de bruces con un guardia. Allí la representación del orden se confundía fácilmente con el resto de desperdicios que pululaban por entre las chabolas. No vestía el elegante uniforme de lino negro; lo único que les señalaba como tal era la vara de madera y la cinta para la cabeza con la protección metálica en la frente. Y la de éste estaba abollada y algo oxidada. Timoteo era consciente de que su disfraz, más que ocultarle, llamaba la atención directamente a lo que intentaba ocultar, su cara; «tengo que encontrar otro método». Pero el tipo lo miraba con una fijeza que pasaba del puro interés para mantener el orden. En dos zancadas se le había plantado delante sin posibilidad alguna de esquivarlo. Timoteo tomó aire mientras pensaba frenéticamente en qué hacer. Pero antes de que siquiera una idea pasear por su cabeza el guardia le dijo: «tengo que encerrar al chatarrero y mi compañero está ocupado con otro asunto. Es muy grande y yo no puedo solo. Ven conmigo, te pagaré». El tiempo que perdió en el titubeo que siguió le hizo imposible negarse. Además, no se le ocurría ninguna excusa convincente que le permitiera salir del brete sin llamar la atención. ¿Un habitante del Bosque rechazando una paga extra? Eso no ocurría, simplemente.

Así que echó a andar tras el guardia maldiciendo su lentitud de reflejos. «Espero que ese chatarrero no sea oriundo de aquí, si no dará igual que seamos dos o veinte». «Yo me preocuparía porque no fuera demasiado grande. El guardia se confundió con tu capa, pareces más fuerte de lo que eres en realidad». Cruzaban entonces junto a una chabola con las paredes oblicuas que producían una buena cantidad de sombras bajos las ramas. El susurro había llegado como el soplo de una brisa. «¿Debo decir que me alegro de verte?», una sonrisa fugaz paseó por el rostro del espectro antes de fundirse en las sombras y seguir el camino del guardia y Timoteo, apareciendo momentáneamente entre los troncos y chozas siempre fuera del ángulo de visión del patrullero. El navegante sabía que sus palabras no eran ciertas; se alegraba de verlo, y mucho, pues el fantasma era una valiosa ayuda en momentos de peligro aunque precisamente su gusto de mal agüero por aparecer siempre que había problemas hacía su presencia un poco cargante. Por un momento se planteó pedir al espectro que entretuviera al guarda para así escabullirse él. «Hay demasiada gente mirando, aunque no se les vea. Llamaría la atención». Sólo había una salida y era pegarse con el chatarrero. Que no fuera muy grande y que no hubiera nacido en el Bosque. No podía ser tan bueno para que no ocurriera ninguna de las dos cosas. Timoteo se preguntó qué era lo que le fastidiaría menos.

lunes, 27 de agosto de 2007

CAPÍTULO 11. DONDE SE PREPARA UN PLAN DE HUÍDA


*Hasta ahora:

Una cadena de peripecias ha empujado a Timoteo a esconderse en casa de un amigo y solicitar sus servicios: una nueva identidad y ayuda para “desaparecer” a los ojos de los funcionarios; especialmente de uno. Aunque parece que no hay interés oficial por él, no se fía ni tampoco lo hace su amigo que quiere saber qué le paso para hacerse una idea del trabajo que tiene que hacer.


«No me has contado toda la verdad, ¿es así?». «Es así». Timoteo echó un vistazo a su amigo. El Topo no había parpadeado durante el largo rato que había estado escuchando. «Vale. ¿Cuál es tu idea?».

Esa pregunta había rondado la despeinada cabeza de Timoteo durante mucho tiempo sin que le encontrara respuesta a pesar de que varios peregrinos pensamientos revoloteaban en su mente. No dejaba de ser curioso que fuera precisamente el viejo el que había plantado la semilla de lo que había decidido finalmente: «largarme a otro planeta». La reacción normal a esta sentencia habría sido una colección de objeciones más o menos argumentadas que habría comenzado invariablemente por «¡estás loco!». Pero no con el Topo, no él. Por eso lo había buscado Timoteo, por eso eran amigos. Lo más que hizo fue que su ceja se alzara solitaria sobre su frente, ni siquiera le dirigió una mirada. La verdad es que ese gesto hacía que su enjuto rostro recordara más a un sapo que a un topo. Pero no era el parecido facial con el animal lo que le había valido el sobrenombre sino las excavaciones que cruzaban la aldea partiendo desde su casa y que tenían salidas en varios pueblos de alrededor e incluso en la propia Derrae. Y, sobre todo, un tesoro que sólo sus más allegados, y que eran los que le habían puesto el mote, conocían: un mapa de las catacumbas de la capital, encontrado en una poco esclarecida juventud y que le había dado la idea de construir sus propios túneles y de dedicarse a su oficio.

«Eso supera mis conocimientos. Pero sé quién puede hacerlo». A Timoteo, al que le había dado un vuelco el corazón con la primera frase de su amigo, le nació la desconfianza. «Sabes cómo funciona esto. No debe saberlo mucha gente. Nadie, preferiría». «Si quieres pasar el puesto de aduana necesitas algo más que un simple documento de identificación nuevo».

Timoteo conocía al Topo. Desde hacía tiempo. Si decía que podía hacer algo es que podía; y lo mismo al contrario. «No me gusta». «No es eso lo que te estoy preguntando».

«Tengo una curiosidad», el Topo se interrumpió mientras devolvía el pesado macuto de su amigo a su sitio, ya de pie, listo para irse, «¿cómo tienes pensado salir de este planeta? Ese barquito del que te enorgulleces tanto es demasiado endeble». Timoteo sólo sabía una manera: «compraré un hechizo». «Nadie te lo venderá. Que no tengas una orden colgada en la columna del senado no significa que no hay una circulando por círculos no oficiales. Y, aunque no sea así, no se van a arriesgar. No con alguien como tú». «¿A eso lo llamas tú dar ánimos?», Timoteo no tuvo necesidad de mirar a su amigo para saber qué la comisura del labio había temblado un instante, casi tanto como una carcajada en la cara de cuero viejo del Topo. «Si no puedo comprarlo, lo… adquiriré». «Lástima no estar ahí cuando suceda», y se fue.

Timoteo se dio la vuelta para mirar a su compañero de cuarto. El viejo de la posta estaba atado a la silla donde se sentaba y miraba al suelo con ceñuda obstinación. Su carcelero no se hizo ilusiones pensando que no estaba ideando una manera de escapar. De todas formas, había dejado de lanzar continuas ojeadas a la mochila de Timoteo, con ese brillo en sus amarillentos ojos que dejaba un regusto oleoso cuando la paseaba sobre uno. «¿Qué voy a hacer con éste?», ésa era la única parte de su plan, si podía llamarse así a una huída que había empezado a ciegas, que no había atado. «No puedo esperar a que el Topo vuelva. Si no quiero parecer más sospechoso de lo habitual, debería visitar a los hechiceros de día. Me disfrazaré. Pero, ¿qué voy a hacer con éste?». En realidad sólo había una respuesta, pero eso no quería decir que a Timoteo le gustase un pelo.

De un paso se plantó detrás del viejo y presionó con sus dedos dos puntos exactos en la nuca y la unión del hombro y el cuello. Su prisionero se desmayó de inmediato. «No envidio el dolor de cabeza que tendrás al despertar».

Salió a la calle por la puerta de atrás que daba a un bosquecillo. Tenía que atravesarlo para llegar a un camino secundario que le llevaría a otra aldea. Aunque en el pueblo donde vivía el Topo hubiera algún hechicero no podía ir a él; eso llamaría la atención y no quería cerrarle el negocio a su amigo. Con la alegría de volver a estar bajo el aire libre después de dos días encerrado, echó a andar. Si regresaba pronto iría a echarle un vistazo al Míle, seguro que estaba enfadado por estar posado en tierra.