viernes, 21 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 21. DONDE UN ENCUENTRO CAMBIA LOS PLANES.

*Hasta ahora:

El viaje espacial de Timoteo ha empezado igual de tormentoso que el último en su planeta tras el choque con el meteorito que era una estatuilla de dragón. La burocracia lo atrapó por un tiempo pero un jefe de aduanas cansado de la soledad allá arriba le dejó pasar a pesar de sus papeles falsos. Y ahora, en una situación muy parecida al que empezó esta historia, un cometa se dirige hacia ellos.


Timoteo apenas podía ocultar la cara de pasmo que se le había quedado.

El cometa, la bola de hielo ardiente, se había abalanzado sobre el Míle. Sólo que no era una bola, ni estaba hecha de hielo, aunque despedía una luz que sí se podría decir que ardía si uno se ponía poético. La esbelta cabeza y cuello de un cisne había sido lo primero que pudo vislumbrar el capitán con los ojos entrecerrados, acostumbrados ya a la oscuridad del universo. Lo siguiente, unos garfios con los que le habían abordado; de manera pacífica pero sin dudar un momento de que sabían lo que hacían y lo iban a hacer de todos modos.

Ahora, la larga nave plateada con casco en forma de cisne y la madera metálica de las bordas talladas en forma de alas se mantenía erguida y arrogante sobrepasando en tamaño y belleza al Míle, que cabeceaba testarudo intentando librarse de las sogas. Inútil, bien lo sabía Timoteo sin necesidad de examinarlas de cerca, sólo por la seguridad que desprendían los tres individuos que habían saltado a su cubierta.

Vestían túnicas largas, de un blanco plateado con destellos metálicos que desprendía luz al igual que lo hacía la madera de su nave, y también su cabello albino e incluso su pálida piel, únicamente visible en el rostro y las manos. Las estaturas no eran idénticas ni tampoco la forma de sus cuerpos, pero Timoteo tenía serias dificultades en distinguirlos los unos de los otros debido a su permanente brillo que le impedía mirarlos directamente y que ya empezaba a dolerle al fondo de los ojos.

Miraron alrededor, como para asegurarse de que no había amenaza, y eso debía ser porque de repente un montón más como ellos cruzaron de un barco a otro y se pusieron a cotillear todas las esquinas del Míle, aunque no tuviera muchas.

«¡Eh, que eso se rompe!», advirtió Timoteo a uno de aquellos seres cuando meneó sin cuidado alguno el farol colgado a la entrada de la lona que le servía de tienda para dormir. No pudo reprenderlo más porque uno de los primeros que había saltado a su barco, o eso creía el capitán pero nunca habría puesto la mano en el fuego para asegurarlo, estaba a su lado. «Nuestra presencia le importunará poco tiempo, desconocido señor de bajel. Cogeremos lo que necesitemos y nos iremos enseguida». «¿Cómo que “cogeréis lo que necesitáis”? Oye, que yo necesito eso para viajar, no sé cuando llegaré al próximo planeta». «Todo ser vivo debe aportar lo que tiene a la Búsqueda». «Ya, suerte tenéis de que sois muchos o veríais cuál iba a ser mi aportación más gustosa», gruñó Timoteo viendo desazonado como aquellos albinos iluminados empezaban a arramblar con todas sus provisiones y varias de sus posesiones.

Cuando vio que se hacían con sus instrumentos de navegación, saltó hacia delante. Eso no lo iba a permitir, no se quedaría perdido en mitad del espacio por culpa de esa gente. Pero tanto el berrido que iba a meterla al tipo ladrón como el salto, quedaron en un intento de. La mano del que había hablado con él se había cerrado sobre su brazo como una presa y lo había clavado en el sitio con tal fuerza que se le había escapado el aire que acumulaba para gritar. «Todo ser vivo debe aportar lo que tiene a la Búsqueda», repitió. Timoteo hubiera jurado que tenía la mirada ida, pero no podía estar seguro pues la luz que despedía lo cegaba.

Y luego de eso se fueron, dejándolo prácticamente sin nada. Excepto la ropa; eso no lo habían tocado. «Ahora tendré que cocer y comerme las botas. Y no están nada ricas.». Estaba anonadado. Había sido incapaz de resistirse; se lo llevaron todo y él se quedó de pie en mitad de cubierta. Era ahora cuando la ira empezó a hacer que su sangre le hirviera, pero ya era tarde y eso hacía que todavía se enfadara más. Y no era la nave de luz que se alejaba, ya casi convertida de nuevo en una bola ardiente, la única destinataria de su rabia. «Soy un condenado idiota. ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo llego a Aespix? Sin comida ni instrumentos de navegación estoy perdido. ¡Oh, idiota!».

Se quedó murmurando un buen rato, con esa retahíla que se escapa entre los dientes cuando alguien se va enfadando y enfadando y enfadando con uno mismo, con unas ganas de darse un buen cate y sin hacerlo al final porque, después de todo, eres tú y no te pegas tan fuerte como mereces.

«Oye…». «Olvídame». «No, en serio, oye…», y se quedó con la palabra en la boca ya que, aunque el Míle no era tan grande, Timoteo se dio la vuelta y se dirigió a su tienda para rumiar su ira.

Y ahí fue cuando se quedó mudo y el cabreo se le olvidó por completo. Entre las sábanas que le hacían las veces de catre asomaba una cabellera de un rubio pálido con un brillo titilante que se iba desvaneciendo. «Que me ahorquen…». Con un dedo bajó un poco las mantas, casi con miedo de lo que se iba a encontrar. Debajo del flequillo asomaban dos ojos de un azul que empalidecía cada vez que el cabello lanzaba un destello. «Ay…»

«Es lo que intentaba decirte». ¿Por qué siempre conseguía ser tan irritante? «¿De dónde ha salido esa voz?», aunque el susto hacía temblar su voz, parecía que un repiqueteo de cascabeles cruzó la cubierta cuando la polizón había hablado. Recorrió el barco con una mirada tan nerviosa que Timoteo no pudo por menos que sentir pena. Pero luego se acordó de lo que habían hecho sus compañeros y la lástima se esfumó.

«¿Qué estás haciendo aquí? Y más vale que la explicación sea buena, porque no creo que las reglas sobre polizones cambien de un planeta al espacio, y te aseguro que no me daría remordimiento alguno lanzarte por la borda». Para entonces, las mantas habían resbalado porque la muchacha se había llevado las manos a la boca, horrorizada.

«¿Qué cosas dices? No te atreverás». Timoteo se volvió hacia el mascarón: «así no se puede tener autoridad alguna». «¡Pues no digas tonterías!». Iba a darle una respuesta buenísima pero se quedó con las ganas porque la chica había descubierto de dónde procedía la voz: «oh, si habla…». «Ése es precisamente el problema, que no hay manera de que no lo haga», refunfuñó Timoteo, y luego siguió con la polizón: «no me has respondido».

«Estoy huyendo de ellos. Me raptaron. Es lo que hacen. Asaltan barcos en el espacio y toman lo que quieren. Y si ven que uno de los tripulantes tiene el Toque, se lo llevan con ellos. Eso me pasó a mi». Tomó aire: «no me tires al espacio, por favor. Pero si vas a devolverme, prefiero que lo hagas», y en ese momento fijó los ojos en los de Timoteo y éste supo que hablaba muy en serio sobre las opciones que le había dado.

Ahora fue el capitán del Míle el que hizo acopio de aire. «Si vas a quedarte, aunque sea un tiempo, estaría bien saber cómo te llamas». «Oh, gracias, gracias». «Ni gracias ni nada. Te quedas pero como tripulante. ¿Sabes algo de barcos? Si no, lo tendrás que aprender rápido».

Desde luego, no parecía que le hubiera metido mucho miedo. La sonrisa le llegaba de oreja a oreja, y era un gesto bonito porque se transmitía a toda ella pues ojos, cabello y piel brillaron como estrellas caídas. Ahora tenemos que decidir cuál es nuestro rumbo. «Apenas queda comida para uno, así que dos lo pasaremos mal si no hacemos escala pronto».

«No hay problema. Te llevaré a mi casa, está cerca. La tercera estrella después de esa nube: Erercrwn». «Nunca oí hablar de él».

«Te gustará. Mi nombre es Delaira o Bezem, del clan Aguafría, en las Rocas del Despeñadero, raptada por los Caminantes de Estrellas y convertida en uno de ellos en aspecto, que no en corazón».

jueves, 6 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 20. DONDE SE LLEGA A LA ADUANA, PARTE II, Y SE LOGRA SALIR DE ELLA.

*Hasta ahora:

Por fin en el espacio, lejos del planeta y las persecuciones. Aunque pasar la aduana tampoco parece que vaya a ser tarea sencilla. Nada más llegar, Timoteo ya se ve perdido en el laberinto burocrático y condenado a esperar.


Después del profundo mordisco del frío espacial, que había hincado sus dientes hasta el tuétano y dejado marca en sus miembros, obtusos y ateridos desde entonces, el tiempo pasado en la covacha que formaban las grandes raíces de aquellos «árboles llorones, no se me ocurre otro nombre» le había sentado a las mil maravillas. Sin embargo también le roía las tripas desmigando una ya de por sí débilmente cimentada paciencia en cuanto a la burocracia. «Odio a los funcionarios, y odio sus papeles» era el pensamiento que una y otra vez conseguía escapar de la profundidad de su mente y atravesar el frágil intento de permanecer tranquilo. Y en cada ocasión rebullía inquieto acordándose del Míle, y también de la sílfide. Hasta que volvía a calmarse y procuraba distraerse observando el bosquecillo.

La primera imagen de idilio desaparecía al observar de cerca el valle. No había hierba en el suelo; estaba cubierto por el humus de las hojas caídas y el polen, que al llegar al suelo titilaba agónicamente un par de veces y se apagaba. Tampoco había más vida allí que los árboles, ni insectos ni ningún animal de mayor tamaño; por supuesto, no había más plantas que aquellos árboles. E incluso ellos no tenían fácil la supervivencia, habida cuenta de las vueltas que daban sus raíces entrando y saliendo de la roca buscando una grieta en la que pudieran introducirse y encontrar sustento.

Los otros viajeros, que a primera vista parecían estar descansando de su largo periplo por los regiones desconocidas del espacio, en realidad se tiraban en cualquier hueco y hacían lo mismo que Timoteo: acumular toda la paciencia de la que eran capaces, ya que no había otra manera de salir de allí que esperar a que fueran convocados por los funcionarios. Las puertas sólo se abrían al valle, no de vuelta; alguno ya lo había intentado, seguido por las miradas ávidas de todos, ya que el que más y el que menos se había planteado largarse de allí sin cumplir los trámites. Los verticales acantilados se ocupaban de cualquier otra opción de salida.

La colección de rostros variaba poco y lentamente. No había tanto tráfico espacial como se había imaginado Timoteo. Y el turno de llamada no guardaba relación con el de llegada, como todos comprobaban con cierto enfado cuando veían que alguno que no llevaba tanto tiempo como ellos en aquella cárcel salía con presteza al oír su nombre. «Parece que el orden es más por dinero del comerciante o por el valor de la carga", deducía el capitán del Míle, aunque tampoco fuese correcta aquella lógica como atestiguaba un hombre orondo y de ricos ropajes que esperaba desde hacía casi tanto tiempo como él.

«..., capitán mercante de la nave Míle». Tardó un tiempo en reaccionar tras escuchar su nombre. Se puso en pie con sonoras quejas de sus rodillas que habían estado demasiado rato en la misma posición, y levantó la mano: «aquí». En lo alto del valle, cerca de las puertas, se encontraba un funcionario. No era el mismo que le recogió en los muelles pero podría haberlo sido. No sólo vestían igual y estaban cortados por el mismo patrón, «parecen todos iguales». Con una mueca subió la pendiente hasta el hombre, quien no le dedicó ni una mirada sino que giró sobre sus talones casi con la gracia de una bailarina, a la que recordaba por sus largos ropajes, y se dirigió a una entrada vecina.
El despacho estaba bien dentro de la roca. No tenía ventanas y el funcionario y Timoteo habían dado un buen paseo por un largo pasillo hasta llegar allí. El burócrata lo había dejado a la puerta. Ahora estaba de pie delante del agente de aduanas que miraba alternativamente su ruda cara y los documentos que le había entregado, frunciendo la boca por lo que el largo bigote que caía por las comisuras se meneaba, revoltoso. Timoteo tenía la sensación de volver a estar en la escuela, cuando el maestro le llamaba la atención y le hacía quedarse después de clase para hablar con él; según recordaba, "ahora era cuando venía el rapapolvo».

El anciano se rascó la calva cabeza apartando el ridículo gorro que indicaba su alto cargo. «¿Sabes que estos papeles son falsos? Una buena falsificación, no obstante, de las mejores que he visto, añadiría, pero falsificación al fin y al cabo, no hay duda alguna». Timoteo no dijo nada, ¿qué podría decir?. «El sello es bueno y mira que es de lo más difícil. Yo mismo lo he intentado algunas veces, por aburrimiento, entiéndelo, estar en el espacio es muy tedioso, y tengo buena mano con la caligrafía ya que mi padre fue un maestro en la escuela estatal». Levantó la vista hacia el capitán del Míle y éste no pudo por menos que fijarse en sus ojos; para la edad que gritaban las arrugas de la frente y el cuello, las pupilas mantenía vivo el color y el brillo de la juventud, un destello jovial, no los había abandonado. «¿Qué tendría que hacer yo ahora? Realmente me pones en un brete. Ya estoy mayor para estas situaciones, tanto hacía de la última que entonces se condenaba a muerte a los infractores lanzándolos al espacio libre. No es algo con lo que me apetezca cargar después de todo este tiempo, sobre todo siendo a todas luces una chiquillería pues nadie se atrevería a lanzarse universo traviesa con una chalupa enclenque como la tuya. Nos hemos puesto en comunicación con el Senado y no hay ninguna orden de búsqueda y captura contra alguien que responda a tus características, y no puedes utilizar un hechizo de cambio de imagen pues nuestros árboles daarti eliminan toda la magia que entre en contacto con ellos». Timoteo seguía callado, el burócrata estaba lanzado en su perorata y no le iba a dejar meter cuchara, pero además una mezcla de sorpresa y miedo le paralizaba; un huracán podía solventarlo, el mundo del papeleo le resultaba totalmente desconcertante. «Dame una buena explicación y te dejaré pasar».

Timoteo parpadeó un par de veces. «¿Una explicación?» «Sí, sí. Dime por qué lo has hecho». Por la cabeza del capitán del Míle pasaron las opciones rápidamente: mentir, no parecía un hombre capaz de dejarse engañar con facilidad; decir la verdad, «no me creería». Salir de aquel despacho parecía complicado, y punto por punto imposible abandonar luego la aduana aunque no hubiera visto guardias; «este pedazo de roca es suficiente defensa».

«Sólo quiero descubrir nuevos planetas, quizás que una roca como ésta lleve mi nombre». El viejo se quedó callado por un momento, y luego se rió: «¡Menuda tontería!». Se secó las lágrimas mientras hipaba de risa. «En fin, mis ojos ya no son lo que era, igual necesito ya un retiro, volver a tener hierba bajo las babuchas… Estos documentos parecen estar correctos».

Y siguió riéndose mientras Timoteo recogía los papeles y se daba la vuelta. Hubo un momento que se calló, el corazón del capitán del Míle se detuvo ese instante, y murmuró para sí: «igual está tan loco como para que sea verdad, sólo hay que ver el barco», y siguió riéndose.

٭ ٭ ٭

«¿Alguno de vosotros podría explicarme lo que ha pasado ahí dentro?». Atrás quedaba ya la aduana, desapareciendo en la sombra del planeta, y el Míle surcaba de nuevo la negrura protegido en su burbuja de aire. Comparado con el poder de los árboles del satélite rocoso la verdad era que el hechizo del viejo del Barrio del Bosque resultaba un tanto aguado, pero bien abrigado Timoteo no tenía frío. Sentado al timón, otra preocupación nublaba su pensamiento. Una vez más, fue el espectro, pájaro de mal agüero, quien la puso en palabras: «¿cuál es nuestro destino? Y no me respondas con un sinsentido poético», advirtió antes de que el capitán tuviera opción de abrir la boca. Resultó sorprendente para ambos que la conversación la continuase la sílfide: «¿Aespix?». «Eso es la boca del lobo», y también esta respuesta estaba fuera de lo normal ya que era el espectro quien la había dicho, el que normalmente disfrutaba poniendo en peligro de muerte a los demás porque él ya estaba muerto. Y luego añadió, aunque ya no tenía nada que ver con lo que estaban tratando, «esto me suena».

Porque hacia ellos se dirigía, agrandándose más y más, una bola de fuego blanco, cegadora como un sol y ardiente como un infierno. Una estrella fugaz. Un cometa.

«Ahora sí que lo tenemos crudo».

domingo, 2 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 19. DONDE SE LLEGA A LA ADUANA, PARTE I


*Hasta ahora:

Desde que el meteorito chocara contra su barco, Timoteo se ha sentido bajo una constante persecución. Hasta ahora ha conseguido librarse, aunque, al final, le han robado la estatuilla en forma de dragón y ha escapado del planeta gracias a un conjuro que permite que el Míle viaje por el espacio.


La aduana estaba ya a la vista. Un trozo de roca perdido en el espacio atrapado por la atracción del planeta. Gris oscuro, cubierta su superficie por cráteres como un escudo está abollado tras la batalla. Sólo los barcos amarrados a los muelles de piedra en la cara oculta del satélite y los fuegos volantes sujetos con argollas haciendo las veces de boyas daban alguna señal de vida al erial. Y la galera de guerra que patrullaba los alrededores, claro.

«¡Qué diferentes del pequeño Míle son estos barcos!» El casco estaba recubierto de hierro y no tenían velas ni mástiles. Largos como una vida, de afiladas quillas como si navegaran sobre roca viva.

Desde la cubierta de la galera, un hombre agitó un farol. Señas inequívocas para todo navegante: «amarra el barco».

No quería parecer sospechoso, más de lo que ya lo era el Míle. Giró el timón y dirigió el barco a uno de los muelles libres.

٭ ٭ ٭

De cerca los barcos no parecían tan grandes. No es que hubieran dejado de serlo, pero tal era su tamaño que Timoteo había perdido totalmente la perspectiva. Estaba de pie en el muelle construido con grandes bloques de piedra arrancados del corazón de roca que era el satélite, esperando al agente de aduanas que caminaba hacia él desde la caseta que debía amparar las oficinas del amarradero, construido bajo un farallón de paredes prácticamente lisas. Le daba un poco de angustia dejar al Míle ahí solo. «No sólo es que haga poco que vuelvo a tenerlo, no me gustan estos barcos».

Moles de metal forjado, grabadas con formas de unas olas que nunca acariciarían aquellas planchas, bordas tan altas como murallas y sujetos a tierra con cadenas dignas de semejantes titanes. Levantados a ambos lados del pontón, su presencia devoraba cualquier otra cosa. Especialmente a los recién llegados.

Timoteo había sentido cierto desasosiego al desembarcar, al salir de la burbuja protectora que rodeaba el barco. Tampoco es que se sintiera sorprendido cuando comprobó que podía respirar perfectamente en el muelle pero sí tremendamente aliviado.

«¿Has tenido buen viaje?», aunque era una fórmula de saludo por el vistazo que le dirigió a las elegantes pero aparentemente frágiles líneas del Míle resultó evidente que había ciertos matices de preocupación y extrañeza. «Luego preguntará sobre el barco», Timoteo estaba seguro.

«Si eres tan amable de acompañarme rellenaremos los formularios». El agente de aduanas echó a andar de vuelta a la caseta y Timoteo siguió su brillante y calva coronilla. Ahí afuera hacía frío y la vestimenta del hombre no parecía destinada a proteger de las bajas temperaturas. «Qué raro, si vive y trabaja aquí».

La construcción era baja, hecha en madera y piedra y se apoyaba en la pared de roca que subía hasta casi perderse de vista. Había una grieta justo al unirse acantilado y tejado, la única que había visto Timoteo. Dentro la mayor parte del espacio lo ocupaba una gran sala con varios círculos de piedra que rodeaban grandes fogatas; un agradable calor se extendía por la habitación. Había varias mesas colocadas a lo largo de las paredes; los funcionarios hablaban alegremente entre ellos sin hacer el menor caso a los recién llegados. Pero no había duda alguna. Si algo llamaba la atención de la estancia, y Timoteo no tenía duda alguna de que así ocurría, era el enorme, nudoso, retorcido tronco que giraba sobre sí mismo hasta el punto de crear la ilusión de que estaba formado por muchos árboles unos pegados a otros. Nacía de un círculo excavado en el suelo en pleno centro de la sala. No tenía ramas, ni un solo brote. Daba una vuelta antes de llegar al techo y reptaba por él hasta el fondo, donde había una puerta doble, y luego subía. «La grieta en la montaña. Es esto».

El agente de aduanas que le había ido a recoger se dirigió a su mesa y mojó una pluma y miró a Timoteo. Fue un rápido interrogatorio de nombre, cargo y función, motivo del viaje y transporte. Lo más complicado fue a la hora de convencer que realmente era un viajero del espacio capitaneando un barquito tan peculiar, «es un viaje de prueba para la compañía de correos del senador Eban Ilardi, y no sabiendo si va a funcionar no ha querido invertir en una nave de estrellas. Ya tengo suficiente reparo en esta aventura para que vos me pongáis más nervioso», pero Timoteo ya había tratado con otros funcionarios y sabía que la mejor mentira es la que contiene grandes dosis de verdad. Los senadores eran empresarios ambiciosos porque tenían el poder a mano, todos los funcionarios aspiraban a entrar en el Senado y montar sus propios emporios, así que a su manera de pensar no era extraña una expansión interplanetaria; quizá, lo raro era que todavía no lo había intentado ninguno. El ignoto universo daba miedo a los hombres de dinero.

Un «ajá» y una elaborada firma le indicaron que había terminado allí. «¿Ya?». «No. Ahora el funcionario al cargo debe revisar que vuestros documentos están en orden. Yo sólo me ocupo del registro de atraques. Tendrás que esperar». Con un «burócratas» refunfuñado entre dientes, Timoteo se dirigió al fondo de la sala, a la doble puerta detrás del extraño tronco, siguiendo su giro hacia el techo de roca.

Al traspasar la salida vio lo que nunca hubiera esperado encontrar en un pedazo de roca andante por el espacio. Entre los collados cortados a pico se abría un valle idílico y primaveral, un bosque abierto de árboles hermanos al que se encontraba en la sala de registros, esparcidos aquí y allá, con las ramas vueltas y revueltas y de grandes hojas de cinco picos que dejaban caer un polen brillante que Timoteo hubiera jurado que eran lágrimas de estrellas. Apoyados en los retorcidos troncos cuyos huecos formaban suaves apoyaderos, otros viajeros atrapados como él en el laberinto burocrático de la aduana esperaban alrededor de fogatas que eran innecesarias. Los propios árboles despedían calor de su corteza que provocaba la agradable temperatura y proporcionaban luz con sus gotas de polen convirtiendo el valle en una eterna puesta de Sol. Ahora entendía Timoteo las ligeras ropas del funcionario, y también que pudiera respirar allí sin hechizo alguno. Aquellos árboles eran un verdadero tesoro.