sábado, 7 de julio de 2007

CAPÍTULO 8. DONDE SE DEMUESTRA QUE, A VECES, LA VIOLENCIA ARREGLA LOS PROBLEMAS

*Hasta ahora:

El huevo que chocó contra el Míle no deja de darle problemas a Timoteo. Tras ser interrogado y encarcelado, escapa con facilidad y cruza el pueblo hasta el puerto. El barco tiene tantas ganas como él de largarse de allí; sus intentos han aflojado unas sogas que Timoteo utiliza para llegar a su nave. Pero allí le espera una nada agradable sorpresa: el viejo de la posta le ha cogido desprevenido.


«¿Cómo ha llegado hasta aquí?», esa era una pregunta inquietante, la primera que se le pasó por la cabeza a Timoteo. No obstante tendría que esperar su turno, pues como seguidamente razonó: «las cosas, de una en una». El viejo estaba de pie, en mitad de cubierta, cortándole el paso hacia el timón y en una buena posición para evitar que se hiciera con la pequeña pero bien afilada hacha que utilizaba para cortar las sogas. Dio un paso hacia él y éste tensó su brazo.

La hoja de acero que sujetaba la mano arrugada de dedos largos y estrechos como culebrillas de agua era de un tamaño casi ridículo, no podía llamarse daga y casi ni tan siquiera cuchillo. Sin embargo guiada por un pulso firme y conocedor de su utilización podía llevar a cabo un desastroso reajuste de tripas. «Y pasar otra vez por eso no me interesa en absoluto», decidió juiciosamente. «Pensemos, pues, en otra manera de librarnos de este molesto personaje».

Intentó que la neblinosa visión del espectro, que contemplaba la escena sonriendo con fruición, no le despistase del problema principal. Pero éste ya se hacía notar por sí solo. «¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido?», repitió insolentemente con su voz resbaladiza.

«Ayudaría mucho que concretase en su petición, vejestorio». Como esperaba, una llama de ira prendió momentáneamente en unos ojos de un color amarillento sucio. Y mientras hablaba su mano se deslizó hacia el fajín, intentando aparentar una compostura que no se reflejaba en sus rasgos. «Registraron el barco y salieron con las manos vacías, así que aún tiene que estar aquí». Eso no era ninguna sorpresa. Aflojó el nudo del fajín. «El barco no es grande, tiene que haber un escondite pero ellos no lo encontraron. Por eso te esperé». «Eso ha sido un detalle por su parte». «Ahora dime dónde está», el ansia empujaba al viejo hacia Timoteo. Un paso más. «¿Cómo lo llamó?» «Un autómata de guerra, recién salido de las forjas». «¿Por qué es tan importante?». Un relincho de risa sofocado recorrió el cuerpecillo, engañosamente retorcido como no podía apartar de la mente Timoteo. «¿Quieres ser el dueño del mundo?». Dio otro paso, el último.

Lanzó el fajín suelto y rodeó con él el brazo del viejo, inutilizando el peligroso pincho que intentó blandir inmediatamente hacia donde había estado antes. Con un estremecedor ¡croc! el pálido cráneo del hombrecillo se estrelló contra cubierta entre plegarias de Timoteo para que lo durmiera por un tiempo. El espectro planeó hasta el inerte cuerpo como el buitre hambriento tras un batalla campal y ofreció su mano para licuar el cerebro del enemigo. «Ganas no me faltan, desde luego», gruñó Timoteo echando de allí al fantasma. Luego se volvió hacia el mascarón de proa.

«¡¿Se puede saber por qué no me avisaste?!». «No lo vi», lloriqueó con tanto arrepentimiento la vocecilla que diluyó el enfado del capitán como si fuera mantequilla puesta al fuego. «¿Cómo pudiste no verlo? No puedes moverte de aquí». «No lo sé». «Deja a la pobre», refunfuñó el espectro, molesto quizás por no haber podido saciar sus ansias de vida. «Tú no te metas, pájaro de mal agüero», pero Timoteo ya no atendía a sus compañeros de viaje y observaba con renovado interés al viejo, inconsciente y con un hilillo de baba palpitante escabulléndose por los rugosos labios.

Estaban lejos del pueblo. Ya era difícil reconocer las lucecitas de los faroles por separado. Una vez más, el Míle, libre, disfrutaba de vagar por los cielos con sólo su voluntad como única carta de navegación.

Timoteo se encaramó al mascarón de proa y evitando la triste mirada que brillaba en los ojos de madera de la sílfide, palpó su estilizado cuerpo encontrando la fisura que sólo si su dueña deseaba podía encontrarse. Dentro de la efigie, hueca, una bola de trapos. Dejó a la contrita figura sumida en sus quejas y excusas y se sentó para mejor poder contemplar la estatuilla cubierta por la tela. A la luz de las estrellas, fría, distante y flamígera, el pequeño dragón parecía a punto de desperezarse.

«El dueño del mundo…» esas habían sido las palabras del viejo. Las paladeó detenidamente antes de escupirlas; le habían agriado tan repentinamente como dulces le habían acariciado la oreja al escucharlas. «Esto va a significar muchos problemas, ya veréis». La sílfide y el espectro callaron. Ellos también contemplaban arrobados la majestad de la pequeña estatua.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenas compañero, la historia va tomando interes por la figura, estaria bien que al ecuchar todos las palabras del viejo de ser el dueño del mundo, mas de uno se podia animar a fastidiar a timoteo, para conseguir el artilugio y ser los dueños del mundo.
Estaria bien un giro en la historia