jueves, 6 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 20. DONDE SE LLEGA A LA ADUANA, PARTE II, Y SE LOGRA SALIR DE ELLA.

*Hasta ahora:

Por fin en el espacio, lejos del planeta y las persecuciones. Aunque pasar la aduana tampoco parece que vaya a ser tarea sencilla. Nada más llegar, Timoteo ya se ve perdido en el laberinto burocrático y condenado a esperar.


Después del profundo mordisco del frío espacial, que había hincado sus dientes hasta el tuétano y dejado marca en sus miembros, obtusos y ateridos desde entonces, el tiempo pasado en la covacha que formaban las grandes raíces de aquellos «árboles llorones, no se me ocurre otro nombre» le había sentado a las mil maravillas. Sin embargo también le roía las tripas desmigando una ya de por sí débilmente cimentada paciencia en cuanto a la burocracia. «Odio a los funcionarios, y odio sus papeles» era el pensamiento que una y otra vez conseguía escapar de la profundidad de su mente y atravesar el frágil intento de permanecer tranquilo. Y en cada ocasión rebullía inquieto acordándose del Míle, y también de la sílfide. Hasta que volvía a calmarse y procuraba distraerse observando el bosquecillo.

La primera imagen de idilio desaparecía al observar de cerca el valle. No había hierba en el suelo; estaba cubierto por el humus de las hojas caídas y el polen, que al llegar al suelo titilaba agónicamente un par de veces y se apagaba. Tampoco había más vida allí que los árboles, ni insectos ni ningún animal de mayor tamaño; por supuesto, no había más plantas que aquellos árboles. E incluso ellos no tenían fácil la supervivencia, habida cuenta de las vueltas que daban sus raíces entrando y saliendo de la roca buscando una grieta en la que pudieran introducirse y encontrar sustento.

Los otros viajeros, que a primera vista parecían estar descansando de su largo periplo por los regiones desconocidas del espacio, en realidad se tiraban en cualquier hueco y hacían lo mismo que Timoteo: acumular toda la paciencia de la que eran capaces, ya que no había otra manera de salir de allí que esperar a que fueran convocados por los funcionarios. Las puertas sólo se abrían al valle, no de vuelta; alguno ya lo había intentado, seguido por las miradas ávidas de todos, ya que el que más y el que menos se había planteado largarse de allí sin cumplir los trámites. Los verticales acantilados se ocupaban de cualquier otra opción de salida.

La colección de rostros variaba poco y lentamente. No había tanto tráfico espacial como se había imaginado Timoteo. Y el turno de llamada no guardaba relación con el de llegada, como todos comprobaban con cierto enfado cuando veían que alguno que no llevaba tanto tiempo como ellos en aquella cárcel salía con presteza al oír su nombre. «Parece que el orden es más por dinero del comerciante o por el valor de la carga", deducía el capitán del Míle, aunque tampoco fuese correcta aquella lógica como atestiguaba un hombre orondo y de ricos ropajes que esperaba desde hacía casi tanto tiempo como él.

«..., capitán mercante de la nave Míle». Tardó un tiempo en reaccionar tras escuchar su nombre. Se puso en pie con sonoras quejas de sus rodillas que habían estado demasiado rato en la misma posición, y levantó la mano: «aquí». En lo alto del valle, cerca de las puertas, se encontraba un funcionario. No era el mismo que le recogió en los muelles pero podría haberlo sido. No sólo vestían igual y estaban cortados por el mismo patrón, «parecen todos iguales». Con una mueca subió la pendiente hasta el hombre, quien no le dedicó ni una mirada sino que giró sobre sus talones casi con la gracia de una bailarina, a la que recordaba por sus largos ropajes, y se dirigió a una entrada vecina.
El despacho estaba bien dentro de la roca. No tenía ventanas y el funcionario y Timoteo habían dado un buen paseo por un largo pasillo hasta llegar allí. El burócrata lo había dejado a la puerta. Ahora estaba de pie delante del agente de aduanas que miraba alternativamente su ruda cara y los documentos que le había entregado, frunciendo la boca por lo que el largo bigote que caía por las comisuras se meneaba, revoltoso. Timoteo tenía la sensación de volver a estar en la escuela, cuando el maestro le llamaba la atención y le hacía quedarse después de clase para hablar con él; según recordaba, "ahora era cuando venía el rapapolvo».

El anciano se rascó la calva cabeza apartando el ridículo gorro que indicaba su alto cargo. «¿Sabes que estos papeles son falsos? Una buena falsificación, no obstante, de las mejores que he visto, añadiría, pero falsificación al fin y al cabo, no hay duda alguna». Timoteo no dijo nada, ¿qué podría decir?. «El sello es bueno y mira que es de lo más difícil. Yo mismo lo he intentado algunas veces, por aburrimiento, entiéndelo, estar en el espacio es muy tedioso, y tengo buena mano con la caligrafía ya que mi padre fue un maestro en la escuela estatal». Levantó la vista hacia el capitán del Míle y éste no pudo por menos que fijarse en sus ojos; para la edad que gritaban las arrugas de la frente y el cuello, las pupilas mantenía vivo el color y el brillo de la juventud, un destello jovial, no los había abandonado. «¿Qué tendría que hacer yo ahora? Realmente me pones en un brete. Ya estoy mayor para estas situaciones, tanto hacía de la última que entonces se condenaba a muerte a los infractores lanzándolos al espacio libre. No es algo con lo que me apetezca cargar después de todo este tiempo, sobre todo siendo a todas luces una chiquillería pues nadie se atrevería a lanzarse universo traviesa con una chalupa enclenque como la tuya. Nos hemos puesto en comunicación con el Senado y no hay ninguna orden de búsqueda y captura contra alguien que responda a tus características, y no puedes utilizar un hechizo de cambio de imagen pues nuestros árboles daarti eliminan toda la magia que entre en contacto con ellos». Timoteo seguía callado, el burócrata estaba lanzado en su perorata y no le iba a dejar meter cuchara, pero además una mezcla de sorpresa y miedo le paralizaba; un huracán podía solventarlo, el mundo del papeleo le resultaba totalmente desconcertante. «Dame una buena explicación y te dejaré pasar».

Timoteo parpadeó un par de veces. «¿Una explicación?» «Sí, sí. Dime por qué lo has hecho». Por la cabeza del capitán del Míle pasaron las opciones rápidamente: mentir, no parecía un hombre capaz de dejarse engañar con facilidad; decir la verdad, «no me creería». Salir de aquel despacho parecía complicado, y punto por punto imposible abandonar luego la aduana aunque no hubiera visto guardias; «este pedazo de roca es suficiente defensa».

«Sólo quiero descubrir nuevos planetas, quizás que una roca como ésta lleve mi nombre». El viejo se quedó callado por un momento, y luego se rió: «¡Menuda tontería!». Se secó las lágrimas mientras hipaba de risa. «En fin, mis ojos ya no son lo que era, igual necesito ya un retiro, volver a tener hierba bajo las babuchas… Estos documentos parecen estar correctos».

Y siguió riéndose mientras Timoteo recogía los papeles y se daba la vuelta. Hubo un momento que se calló, el corazón del capitán del Míle se detuvo ese instante, y murmuró para sí: «igual está tan loco como para que sea verdad, sólo hay que ver el barco», y siguió riéndose.

٭ ٭ ٭

«¿Alguno de vosotros podría explicarme lo que ha pasado ahí dentro?». Atrás quedaba ya la aduana, desapareciendo en la sombra del planeta, y el Míle surcaba de nuevo la negrura protegido en su burbuja de aire. Comparado con el poder de los árboles del satélite rocoso la verdad era que el hechizo del viejo del Barrio del Bosque resultaba un tanto aguado, pero bien abrigado Timoteo no tenía frío. Sentado al timón, otra preocupación nublaba su pensamiento. Una vez más, fue el espectro, pájaro de mal agüero, quien la puso en palabras: «¿cuál es nuestro destino? Y no me respondas con un sinsentido poético», advirtió antes de que el capitán tuviera opción de abrir la boca. Resultó sorprendente para ambos que la conversación la continuase la sílfide: «¿Aespix?». «Eso es la boca del lobo», y también esta respuesta estaba fuera de lo normal ya que era el espectro quien la había dicho, el que normalmente disfrutaba poniendo en peligro de muerte a los demás porque él ya estaba muerto. Y luego añadió, aunque ya no tenía nada que ver con lo que estaban tratando, «esto me suena».

Porque hacia ellos se dirigía, agrandándose más y más, una bola de fuego blanco, cegadora como un sol y ardiente como un infierno. Una estrella fugaz. Un cometa.

«Ahora sí que lo tenemos crudo».

1 comentario:

Anónimo dijo...

hola de nuevo, una comentario.
no indiques en el nombre del capitulo el final de este por que chafas toda la trama, el capitulo esta genial pero la has cagado poniendo como acaba el capitulo.
machote no se como no te has dado cuenta.
bueno a ver como sigue
ciaooooooooooooooo