lunes, 12 de noviembre de 2007

CAPÍTULO 17. DONDE EL PELIGRO SE HACE REALIDAD

*Hasta ahora:

Timoteo y el Topo se han repartido los deberes: encontrar un hechizo para salir del planeta y los documentos para pasar la aduana. Cada uno vuelve a casa por separado, ambos con sus respectivos objetivos alcanzados. Pero el Topo se ha encontrado con un imprevisto que les obliga a huir tras quemar la casa.


«¿Tenías que hacer eso?». «Nos da tiempo». «Lo sé, pero… ¡tu casa!».

Estaban lo suficientemente lejos del pueblo para permitirse un descanso. Aún lo veían, allá abajo en la lejanía, pues estaban acomodados en la ladera de una loma justo en la linde del bosque pero sin perder de vista el camino para asegurarse de que no les siguieran. Con un poco de agua se lavaban los restos tiznados de sus manos y rostros. Todo caminante a aquella hora era sospechoso, más aún si a todas luces acababa de salir de un incendio.

La villa bullía de actividad. Pequeñitos como hormigas, los vecinos correteaban por entre las viviendas intentando reducir a inofensivos rescoldos las voraces lenguas ígneas que saltaban de lo que hasta esa tarde había sido la casa del Topo y que ahora amenazaban con hambrienta insistencia saltar a los edificios circundantes. Ya habían conquistado la copa de un árbol cercano, a medio camino entre la gigantesca hoguera y el bosque colindante. Si las llamas alcanzaban a sus hermanos el desastre podía ser descomunal y pronto el pueblecito no sería más que un recuerdo en las crónicas… o ni siquiera eso, de tan pequeño que era.

Al Topo no parecía pesarle en absoluto los aprietos a los que había sometido a sus vecinos. Mascaba con fruición unos frutos secos. «No he cenado», gruñó por respuesta a la mirada de Timoteo.

«¿No crees que va siendo hora de que me cuentes qué ha pasado?». «Unos documentos para pasar aduanas interplanetarias no son fáciles de falsificar. No he podido acudir al tipo habitual. Buen hombre, sabe mantener la boca cerrada. El otro, no».

«¿Quiénes son?». «Crid, yo creo. No los vi en ningún momento, y si noté que me seguían fue porque querían que lo supiese. Así que yo no soy la presa». Un instante de silencio. «El incendio los despistará por un tiempo». «Eso espero».

Las últimas palabras del Topo aún no se habían desvanecido en el frío aire nocturno cuando un siniestro silbido las seccionó de cuajo. Sólo la primera nota vibró en la noche y los dos ya habían saltado y rodado por el suelo. La fina hoja de centelleante acero quedó, solitaria y cimbreante, hundida hasta el mango en la hierba aplastada por el cuerpo de Timoteo. La segunda buscó su corazón de nuevo pero ya nadie había a la vista. En el cielo noche sin luna, y sin estrellas pues recias nubes como mantas de estopa ocultaban con obstinación la bóveda celeste.

٭ ٭ ٭

«¿Cómo lo has sabido?», farfulló el Topo. Apartó las desnudas ramitas de un arbusto que le arañaban la cara y siguió andando todo lo deprisa que podía evitando hacer ruido en la espesura. Timoteo caminaba junto a él, mirando tantas veces atrás como al suelo para evitar las raíces traicioneras que se levantaba del suelo como recios cepos en ávida busca de presa que quebrar. «Vi al cenizo éste en el bosque». «He venido a buscarte, pero parece que tendré que esperar un poco más», rió el espectro como si se encontrase en mitad de un juego y tuviese apenas nueve años y estuviese en compañía de sus camaradas de pandilla en la plaza del pueblo. El Topo miró más o menos en la dirección del espectro. «Tendría que habérmelo imaginado cuando me dio el escalofrío».

«El escondite del Míle no queda lejos. Sólo tenemos que llegar antes y ellos no saben dónde está». El bosque, de árboles altos y separados, no iba a servirles de escondite mucho tiempo pero estaba claro que no podían salir al camino de nuevo pues allí serían más visibles. Pero el sitio que indicaba Timoteo estaba al otro lado del camino, donde se levantaba otro bosquecillo. Distinto; éste era de hayas, y por alguna razón de ésas de las que sólo la Naturaleza sabe la razón, a pocos pasos se habían congregado castaños, robles y algún nogal despistado.

Los tres se miraron. Al espectro la situación parecía divertirle enormemente y una sonrisilla de suficiencia y totalmente insufrible se pintaba en su cara. El Topo, en cambio, dejaba a las claras con su gesto que no le hacía ninguna gracia aunque «no se me ocurre nada mejor».

El camino parecía despejado. Claro que, siendo Crid sus perseguidores no los verían hasta que el último suspiro arrancara la conciencia sus ojos vidriosos y moribundos. Tenían sus buenas zancadas para cruzar a campo abierto. Si eran listos, y lo eran, algunos habrían entrado en el bosque pero al menos uno habría quedado en la linde de la vía; «es lo que hubiéramos hecho nosotros», razonaron los dos amigos.

Timoteo sacó la ramita más pequeña. Era el método más sencillo para decidir a quién le tocaría la peor parte… que era salir segundo. El primero cogería por sorpresa al vigilante. Mientras esto pasaba por la cabeza del capitán del Míle, cuyo corazón bombeaba emociones contradictorias ante la perspectiva de reencontrarse con su barco, el Topo dijo: «no vale la pena pensárselo más» y salió corriendo. Durante un trecho fue recto, el suficiente como para que alguien reaccionase, y luego giró a un lado y a otro y en zigzag llegó al bosquecillo vecino sin que nada sucediera. Lógico, era lo esperado.

«Te veo… al otro lado», a Timoteo no le gustó nada la sonrisita del espectro.

No había movimiento alguno, ni tampoco sonidos. Arriba, el cielo seguía cerrado y no había luz de ninguna clase que provocara sombras. La brisa nocturna era ligera y apenas llegaba para acariciar la punta de las hojas y la hierba. Calma. Por supuesto. ¿Qué otra cosa podía ser?

No cogió aire, no pensó en las ramitas quebradas. Sólo correr. Salto a un lado y, antes de que el segundo pie llegara al suelo, agachado, nuevo salto y cambio de dirección. Las finas hojas de muerte seguían a Timoteo como la estela a la quilla del barco. Adelante, a la derecha o a la izquierda, nunca atrás porque te frenas. El aire que se abre, sesgado, y el recuerdo de una oreja que ya no está. Y, al fin, el abrigo de los árboles. El ululato que siguió les advirtió que pronto habría más pero el tiempo que tardaba el depredador en dar la posición les daba a ellos la oportunidad de sacar unos pasos.

Ya no importaba el sigilo. Tampoco los arañazos y los enganchones, iban tan rápido que se enteraban del obstáculo cuando éste ya colgaba de un jirón de sus ropas o una impertinente gota de sangre caía sobre los ojos. Timoteo sabía dónde estaba el Míle, y aunque se hubiera desorientado en la sucesión de ramas, hojas y jadeos que era ahora su mundo porque notaba su llamada en el corazón. Sí, el barco se alegraba de verlo de nuevo.

«¿Qué os pasa que venís con tanta prisa?». ¡Qué alegría esa voz chirriante! Pero el capitán no se paró a disfrutar de cómo le taladraba los oídos. Saltó a la cubierta y en el mismo movimiento se hizo con la pequeña hacha. Cortó todas las sogas y sólo le dedicó un pasajero pensamiento a cómo volvería a anclar el barco en caso de necesidad. Seis había necesitado para mantener al Míle posado y bien sujeto. No soltó la vela, no la necesitaba para ascender. Algo le escamó cuando fue él quien cortó las seis cuerdas, perdió un precioso instante en ver que las de babor estaban aún atadas cuando ya había cortado las de estribor.

El Míle se desperezó con alegría salvaje. Era libre de nuevo; volvía al cielo, volvía a casa. Crujió la madera, henchida de furioso júbilo por el pasado cautiverio. Fue entonces cuando Timoteo se dio cuenta de que estaba solo. Se lanzó sobre la borda

Abajo, el Topo le dijo adiós. «Yo no voy». «¡Los Crid!». «No soy la presa». «Sube, ven conmigo». «¿Qué haría yo en otro planeta? Además sólo hay documentos para uno. Haré lo que mejor sé hacer: esconder a alguien, sólo que ahora el cliente soy yo». Y con la sonrisa pícara que Timoteo no veía desde los diez años, el Topo se escabulló entre los árboles. Él tuvo que agacharse cuando tres destellos asesinos se clavaron en la madera a pocos centímetros de su nariz. Se apartó de un salto pero ya no tenía nada que temer. El Míle había sobrepasado las copas de los árboles y ahora era el momento de arriar la vela. Apenas un parpadeo después, el pequeño barco era un recuerdo en el cielo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ya veo que has aprendido a escribir un capitulo largo sin que se haga pesado, aburrido y adornado con rococas descripciones, asi que enhorabuena, no ha sido pesado leerlo y eso que se mascaba la tragedia de mis ronquidos cuando he visto todo lo que habia para leer.
ya tengo ganas de saber como es el planeta al que va a viajar tomoteo, espero que alli sean los personajes graciosos para darle de vez en cuando un toque humoristico que aun no le has dado.
Por lo demas, me ha gustado el capitulo.

Anónimo dijo...

oye no es por darte prisa ni nada de eso.
pero cuando estara listo el siguiente capitulo.