domingo, 2 de diciembre de 2007

CAPÍTULO 19. DONDE SE LLEGA A LA ADUANA, PARTE I


*Hasta ahora:

Desde que el meteorito chocara contra su barco, Timoteo se ha sentido bajo una constante persecución. Hasta ahora ha conseguido librarse, aunque, al final, le han robado la estatuilla en forma de dragón y ha escapado del planeta gracias a un conjuro que permite que el Míle viaje por el espacio.


La aduana estaba ya a la vista. Un trozo de roca perdido en el espacio atrapado por la atracción del planeta. Gris oscuro, cubierta su superficie por cráteres como un escudo está abollado tras la batalla. Sólo los barcos amarrados a los muelles de piedra en la cara oculta del satélite y los fuegos volantes sujetos con argollas haciendo las veces de boyas daban alguna señal de vida al erial. Y la galera de guerra que patrullaba los alrededores, claro.

«¡Qué diferentes del pequeño Míle son estos barcos!» El casco estaba recubierto de hierro y no tenían velas ni mástiles. Largos como una vida, de afiladas quillas como si navegaran sobre roca viva.

Desde la cubierta de la galera, un hombre agitó un farol. Señas inequívocas para todo navegante: «amarra el barco».

No quería parecer sospechoso, más de lo que ya lo era el Míle. Giró el timón y dirigió el barco a uno de los muelles libres.

٭ ٭ ٭

De cerca los barcos no parecían tan grandes. No es que hubieran dejado de serlo, pero tal era su tamaño que Timoteo había perdido totalmente la perspectiva. Estaba de pie en el muelle construido con grandes bloques de piedra arrancados del corazón de roca que era el satélite, esperando al agente de aduanas que caminaba hacia él desde la caseta que debía amparar las oficinas del amarradero, construido bajo un farallón de paredes prácticamente lisas. Le daba un poco de angustia dejar al Míle ahí solo. «No sólo es que haga poco que vuelvo a tenerlo, no me gustan estos barcos».

Moles de metal forjado, grabadas con formas de unas olas que nunca acariciarían aquellas planchas, bordas tan altas como murallas y sujetos a tierra con cadenas dignas de semejantes titanes. Levantados a ambos lados del pontón, su presencia devoraba cualquier otra cosa. Especialmente a los recién llegados.

Timoteo había sentido cierto desasosiego al desembarcar, al salir de la burbuja protectora que rodeaba el barco. Tampoco es que se sintiera sorprendido cuando comprobó que podía respirar perfectamente en el muelle pero sí tremendamente aliviado.

«¿Has tenido buen viaje?», aunque era una fórmula de saludo por el vistazo que le dirigió a las elegantes pero aparentemente frágiles líneas del Míle resultó evidente que había ciertos matices de preocupación y extrañeza. «Luego preguntará sobre el barco», Timoteo estaba seguro.

«Si eres tan amable de acompañarme rellenaremos los formularios». El agente de aduanas echó a andar de vuelta a la caseta y Timoteo siguió su brillante y calva coronilla. Ahí afuera hacía frío y la vestimenta del hombre no parecía destinada a proteger de las bajas temperaturas. «Qué raro, si vive y trabaja aquí».

La construcción era baja, hecha en madera y piedra y se apoyaba en la pared de roca que subía hasta casi perderse de vista. Había una grieta justo al unirse acantilado y tejado, la única que había visto Timoteo. Dentro la mayor parte del espacio lo ocupaba una gran sala con varios círculos de piedra que rodeaban grandes fogatas; un agradable calor se extendía por la habitación. Había varias mesas colocadas a lo largo de las paredes; los funcionarios hablaban alegremente entre ellos sin hacer el menor caso a los recién llegados. Pero no había duda alguna. Si algo llamaba la atención de la estancia, y Timoteo no tenía duda alguna de que así ocurría, era el enorme, nudoso, retorcido tronco que giraba sobre sí mismo hasta el punto de crear la ilusión de que estaba formado por muchos árboles unos pegados a otros. Nacía de un círculo excavado en el suelo en pleno centro de la sala. No tenía ramas, ni un solo brote. Daba una vuelta antes de llegar al techo y reptaba por él hasta el fondo, donde había una puerta doble, y luego subía. «La grieta en la montaña. Es esto».

El agente de aduanas que le había ido a recoger se dirigió a su mesa y mojó una pluma y miró a Timoteo. Fue un rápido interrogatorio de nombre, cargo y función, motivo del viaje y transporte. Lo más complicado fue a la hora de convencer que realmente era un viajero del espacio capitaneando un barquito tan peculiar, «es un viaje de prueba para la compañía de correos del senador Eban Ilardi, y no sabiendo si va a funcionar no ha querido invertir en una nave de estrellas. Ya tengo suficiente reparo en esta aventura para que vos me pongáis más nervioso», pero Timoteo ya había tratado con otros funcionarios y sabía que la mejor mentira es la que contiene grandes dosis de verdad. Los senadores eran empresarios ambiciosos porque tenían el poder a mano, todos los funcionarios aspiraban a entrar en el Senado y montar sus propios emporios, así que a su manera de pensar no era extraña una expansión interplanetaria; quizá, lo raro era que todavía no lo había intentado ninguno. El ignoto universo daba miedo a los hombres de dinero.

Un «ajá» y una elaborada firma le indicaron que había terminado allí. «¿Ya?». «No. Ahora el funcionario al cargo debe revisar que vuestros documentos están en orden. Yo sólo me ocupo del registro de atraques. Tendrás que esperar». Con un «burócratas» refunfuñado entre dientes, Timoteo se dirigió al fondo de la sala, a la doble puerta detrás del extraño tronco, siguiendo su giro hacia el techo de roca.

Al traspasar la salida vio lo que nunca hubiera esperado encontrar en un pedazo de roca andante por el espacio. Entre los collados cortados a pico se abría un valle idílico y primaveral, un bosque abierto de árboles hermanos al que se encontraba en la sala de registros, esparcidos aquí y allá, con las ramas vueltas y revueltas y de grandes hojas de cinco picos que dejaban caer un polen brillante que Timoteo hubiera jurado que eran lágrimas de estrellas. Apoyados en los retorcidos troncos cuyos huecos formaban suaves apoyaderos, otros viajeros atrapados como él en el laberinto burocrático de la aduana esperaban alrededor de fogatas que eran innecesarias. Los propios árboles despedían calor de su corteza que provocaba la agradable temperatura y proporcionaban luz con sus gotas de polen convirtiendo el valle en una eterna puesta de Sol. Ahora entendía Timoteo las ligeras ropas del funcionario, y también que pudiera respirar allí sin hechizo alguno. Aquellos árboles eran un verdadero tesoro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hola cuentacuentos, se me acumula el trabajo de los comentarios jejejej, lo he abierto y me han parecudo 3 capitulos a si que ire poco a poco, el capitulo este pues bueno, poco has contado y mucho has escrito, nuevamente demasiadas descripciones muy adornadas que hacen pesadas al humilde lector de este blog, pero supongo que cada uno tiene su estilo de escribir y puede gustar o no gustar.
veamos a ver que que se presenta en el siguiente capitulo, hasta ahorita.