martes, 26 de junio de 2007

CAPÍTULO 7. DONDE SE INTENTA LA HUÍDA, PARTE II Y ÚLTIMA

*Hasta ahora:

Tras escaparse del calabozo donde un alto funcionario lo encerró por negarse a revelar dónde está el huevo de hierro, Timoteo cruza la ciudad para regresar a su barco y huir del pueblo. En el camino ha de esquivar a los guardias y al llegar al puerto se encuentra con que las escalas están recogidas y no puede subir a la plataforma donde está amarrado el Míle.


«Esto va a suponer un problema».

Timoteo refunfuñó ante el comentario del espectro y siguió hacia delante internándose en el bosquecillo de gargantuescos árboles que era el puerto. Recios troncos que ni una decena de personas podían rodear abrazados impedían que más vegetación que una ligera alfombrilla de hierba creciera bajo ellos, lo que impedía que el furtivo intruso hiciera ningún ruido ya que sus pasos quedaban almohadillados. Timoteo recorría las catacumbas naturales de las arbóreas dársenas escudriñando entre las ramas que sujetaban las panzas de los barcos como reptantes dedos acabados en garras buscando su nave, su querido Míle.

Era inconfundible, estrecho y ligero, ansioso por volver a sentirse libre y surcar los cielos como la saeta multicolor que era. Parecía temblar, tirar con suavidad de las sogas que lo retenían probando una y otra vez la resistencia de estas. Como siempre que lo veía sujeto a un muelle, a Timoteo se le hizo un nudo en el estómago. El Míle no había sido construido para estar atado. Ya no era sólo él el que quería irse de allí, y por ese barco daría la vida.

«Enseguida te saco de ahí; sólo necesito encontrar una manera de subir», no pudo evitar confesarle en un susurro. Y como si el desportillado casco le hubiese oído, reanudó con más brío los tirones a los cabos. Debió ser porque el barco llevaba tensándola toda la noche y ya andara el nudo algo suelto que este último tirón fue demasiado para ella, pues una soga se precipitó hacia Timoteo atada aún al Míle.

El barco, viendo cercana su libertad, ascendió ligeramente, tensando más aún el resto de cabos que lo retenían contra su repentinamente nacida voluntad. Viendo lo que ocurría en las alturas, el capitán de la nave no lo pensó dos veces y se encaramó por la cuerda, áspera como lengua de cabra. No era un peso ligero, ni siquiera podía moverse con ligereza por lo que el ascenso con la única ayuda de sus brazos, fuertes de tanto lidiar con los cabos y la vela y las tinajas que transportaba, no fue cosa fácil. La piel de las manos se agrietó y los callos y llagas le reventaron; la sangre hizo resbaladiza la cuerda.

Desde arriba el Míle continuaba en su empeño y le apremiaba con tirones cada vez mayores, zarandeando soga y escalador como colada en mitad de una ventolera. «Que las dificultades hacen más interesantes las situaciones no es algo discutible, pero esto empieza a pasarse de la raya», gruñó el capitán soportando uno de los bandazos abrazado a la cuerda que le arañaba cara, brazos y pecho hasta que el barquito volviera a tranquilizarse.

Cuando por fin se dejó caer en la cubierta del Míle, estertórea la respiración y los brazos temblorosos como si sufrieran un ataque de epilepsia, sus apretados dientes no dejaron escapar la sarta de heréticos juramentos que su lengua pugnaba por vomitar. «¿Ya estás aquí? ¡Me tenías preocupadísima! ¿Qué has hecho esta vez?» Se habría quedado encantado de la vida a discutir con la sílfide pero no se permitió más de un instante de descanso, la nave tampoco le habría dejado ya que una vez a bordo su tripulante redobló sus esfuerzos. Las cuadernas crujían amenazadoramente y algunas sogas empezaban a deshilacharse. Haciéndose con la pequeña hacha que tenía lista para emergencias, Timoteo cortó cada uno de los cabos con la esperanza de ser más rápido que el Míle. Lo que no sucedió. La última cuerda no pudo soportar la tensión y se desgajó de un latigazo que resonó en el silencio de la noche. Pero no más que el golpetazo del casco contra el tronco vecino al comenzar su singladura desequilibrado.

Por un instante el barco se convirtió en el epicentro de un terremoto y Timoteo, que no tuvo tiempo de sujetarse a nada, resbaló por cubierta como un saco. «Ten más cuidado», le reprendió el mascarón de proa. El capitán se incorporó refunfuñando y asesinando con los ojos la descarada forma de niña alada que, por un momento lo habría jurado, le devolvió la mirada.

No tuvo tiempo para replicarle porque abajo el chasquido y el topetazo habían hecho de las suyas. El primero había llamado la atención de los guardias y el segundo les llevó directamente al lugar. Al ver cómo un barco ascendía sin permiso inmediatamente dieron la alarma. Pero era un pueblo pequeño y los guardias eran voluntarios civiles sin apenas instrucción. Aparte de unos gritos caóticos y carreras desenfrenadas poco más pudieron hacer salvo observar la nave alejándose del puerto. Aún pasaría un tiempo hasta que supieran qué barco era el que había huido furtivamente en plena noche y llegara a oídos del funcionario para que le hicieran llegar las implicaciones a Timoteo de manera nada agradable. Había que poner tierra de por medio cuanto antes.

Mientras largaba la vela la vocecilla no le dejó en paz. «¿Has vuelto a las andadas otra vez?». «¡No es culpa mía!», se defendió Timoteo, «díselo tú», y se dio la vuelta para buscar al espectro que una vez más había desaparecido. «Qué típico tuyo, cenizo», gruñó. «Nunca admites tu responsabilidad y eres el principal responsable de todo lo que te ocurre, que eres un desastre, y eso te va a acarrear más de un disgusto, te lo digo ya». «Me recuerdas a mi madre». «¡Que seguro era una santa!». Iba a replicar con gusto Timoteo, ya que su progenitora había estado muy lejos de ser una beata y venerable mujer, cuando otra voz, viscosa y fría como una gota de aceite sucio, le taladró su única oreja produciéndole un escalofrío que nada tenía que ver con el gélido tono: «¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido?».

Timoteo se dio la vuelta para encontrarse con que el viejo de la posta que salía de la tienda-camarote. El capitán del Míle echó entonces de menos el hacha, aún clavada en la borda donde había cercenado el último cabo.

viernes, 22 de junio de 2007

CAPÍTULO 6. DONDE SE INTENTA LA HUÍDA, PARTE I

*Hasta ahora:

Timoteo ha acabado en un calabozo. Por lo que deduce todo empezó con el huevo de hierro que se estrelló en su barco y en el que de repente hay mucha gente interesada. Nada más llegar al pueblo, un funcionario de alto rango fue en su búsqueda y lo metió en una celda. Pero eso no preocupa a Timoteo; ha salido antes de situaciones como ésa.


El pasillo de la cárcel estaba vacío y a oscuras, apenas iluminado en los dos extremos por sendos faroles. Las otras celdas estaban vacías y no se escuchaba nada en todo el edificio. «Aunque llamar edificio a una caseta como ésta es ser excesivamente condescendiente; es una suerte que la madera no cruja, al menos», pensó Timoteo mientras avanzaba hacia la salida guiado por el espectro. Al llegar al final del corredor, éste le hizo una seña de silencio. Cuando se asomó, con cuidado, vio al guardia dormido tal y como le había anunciado su compañero. Estaba sentado en un taburete, apoyado en una esquina de la habitación, junto a la puerta cerrada, con el bastón medio caído entre sus brazos inertes.

«Lo difícil será abrir la puerta sin que se entere», comentó el espectro. «Fríele el cerebro», le ordenó Timoteo sin perder más de un instante en echar un vistazo al guardia. El espectro se encogió de hombros y se acercó al durmiente. Introdujo la mano en la cabeza del hombre que dio un respingo y luego se quedó completamente quieto. La sombra se quedó unos momentos observando a su víctima hasta que Timoteo pasó por su lado al salir de la cárcel y le recordó «no tenemos tiempo».

«Es insultantemente sencillo salir de un calabozo de pueblo», gruñó el capitán del Mile al comprobar que no había guardias tampoco en los alrededores. «Sólo hay que esperar a la noche», corroboró el espectro. Y se deslizó hacia delante para comprobar la calle.

La aldea tampoco estaba mucho más iluminada que el interior de la cárcel. Faroles baratos, de los de armazón de madera y pantalla de papel que apenas dejan escapar la luz de la llamita vacilante de su interior, y eso cuando el viento no la ha apagado, cada veinte pasos. Nadie en las calles porque al día siguiente había que madrugar para cuidar las respectivas cosechas. La tierra manda en los pueblos agrícolas.

La cárcel no estaba lejos del puerto. Siguiendo la pálida estela del espectro, Timoteo fue saltando de sombra en sombra evitando los escasos edificios oficiales en los que adormilados guardias soportaban sus espesos turnos de vigilancia.

Por eso, cuando el espectro se giró de repente y le hizo señas tardó unos momentos en reaccionar; y casi son fatales. De un salto se pegó a la zona oscura de la calle y se deslizó en un portal. Dos guardias charlando amigablemente entre sí doblaron la esquina. Timoteo, aunque en sombras, estaba expuesto. Nadie dejaría de verle. Así que se dejó caer en el suelo y se echó parte de la camisa por encima de la cabeza, acurrucándose junto a la puerta. Por supuesto, no esperaba pasar desapercibido con esa treta.

Los guardias le vieron a bastante distancia y se dirigieron hacia él. «Buenas noches, buen hombre». Timoteo se desperezó y les miró con ojos pitañosos. Chasqueó la lengua un par de veces, como si la tuviera pastosa. «’Nas noches, caballeros». «¿Qué hace en la calle a estas horas?». Timoteo miró hacia la puerta y tardó unos segundos antes de contestar. «La parienta. Que m’ha echao»; se acercó a ellos, confidencialmente, «es que cree que tengo una novia, pero si la tuviera no me habría quedao a dormir aquí, ¿no?», y les miró fijamente con picardía. Los guardias soltaron unas risitas. «Cuando llego tarde de la ronda, la mía piensa igual», comentó uno de ellos, «pero aún no me ha echado de casa». «Eso será porque usté es más grande que ella». Eso convenció a los guardias, que se rieron con ganas y después de desearle una noche no muy fría e incómoda siguieron su paseo nocturno.

Timoteo esperó a que los guardias se alejaran por otra calle vecina y luego se incorporó de un salto y se acercó al espectro al que miró ceñudo. «¿Así vigilas?». El espectro ignoró la recriminación y le indicó hacia arriba. Ya estaban en el puerto pero las escalas estaban todas recogidas.

«Esto va a suponer un problema».

domingo, 17 de junio de 2007

CAPÍTULO 5. DONDE SE REFLEXIONA ANTES DE PASAR A LA ACCIÓN

*Hasta ahora:

En mitad de una tormenta, el barco de Timoteo recibe el impacto de lo que acaba siendo un huevo de hierro que contiene una figurilla en forma de dragón. La estatuilla despierta el interés primero del dueño de la posta donde se refugió el navegante y luego de un arrogante funcionario que esperaba la llegada del barco en el próximo puerto y que encierra a su capitán.


«Punto uno: ¿cómo puede ser que Fae haya dado el chivatazo?
Es cumplidor, trabajador y no podría ser más estirado si tuviera un palo metido por el culo. Pero no es ningún pelele, odia a la compañía casi tanto como yo. Y apenas le echó un vistazo al huevo antes de que el viejo se lo llevara y estaba más interesado en la sopa». Timoteo llegó a la pared de la celda y se dio la vuelta.

«Punto dos: ¿cómo puede ser que se hayan enterado tan rápido? Hay un día entre la posta y el pueblo. Una paloma no es tan rápida y no hay sistema de señales alguno. Y no vi otro barco aparte del Míle». La otra pared, media vuelta. «Sólo hay una conclusión lógica: me estaban esperando, así que tuvieron que tener tiempo para prepararlo todo. Porque un funcionario de ese grado trabaja en la capital y eso son cinco días de viaje por el Este en una nave rápida y con viento favorable».

«Para ser un tipo que se enorgullece de su laconismo llevas un buen rato que no callas», le llegó el gruñido del espectro desde el otro lado del pasillo. «Pienso en voz alta porque estar encerrado me sienta muy mal». Y continuó sin hacer caso de los refunfuños, «si la compañía ha metido las narices, está claro que la estatuilla es importante. Estás de acuerdo en eso, ¿no?». «No es algo que pueda negarse fácilmente», comentó el espectro mientras pasaba delante del calabozo. «Sobre todo conociéndolos como los conocemos; cuatro meses siendo su propiedad y diez años de encontronazos es tiempo suficiente para saber que no hacen nada por casualidad». «¿Te refieres al hecho de que nos esperaban?». «¿Sabían que iba a haber una tormenta, o que llegaban las piedras de las estrellas? ¿Y qué fue de los otros meteoritos?».

«Empiezan a ser muchas preguntas». «Y aún estamos aquí dentro. ¿Todavía no has acabado?». El espectro regresó a la celda. «Nadie. El de la puerta está durmiendo».

Timoteo se sentó en el camastro y se quitó la chamarra. Con la pericia de haberlo hecho varias veces fue deshilachando el bolsillo hasta que quedó sujeto sólo por un lado. Detrás de la tela había varias ganzúas de distintos tamaños, todas delgadísimas, apenas hilos de metal. Sólo echó un vistazo de reojo a la cerradura antes de elegir una de las herramientas y acuclillarse ante la puerta.

«He de confesar que echaba de menos esto». «Haz el favor de estar atento al pasillo, no vuelva a pasar como en Beria». «Una vez, sólo una y me lo recordarás siempre». «Por esa vez estoy con la soga de la compañía al cuello. Y tienen demasiadas ganas de apretarla». «Eres un quejica». Por lo menos prestó atención al pasillo y Timoteo pudo así centrarse en la cerradura. Fácil, hecha por un herrero de pueblo. Apenas hubo metido la ganzúa, saltó. «Me siento insultado», comentó con decepción ante la obscena facilidad con que estaba fuera.

«Sí, lo echaba de menos», y el espectro lo siguió por el pasillo con una sonrisa de oreja a oreja.

jueves, 7 de junio de 2007

CAPÍTULO 4. DONDE SE DA UN ENCUENTRO POCO O NADA AGRADABLE

*Hasta ahora:

Tras refugiarse de la tormenta, Timoteo abre el huevo de hierro. Dentro hay una estatuilla formada por piezas metálicas. Pero la inspección se ve interrumpida por la llegada de otro barco y sus tripulantes, lo que impulsa a Timoteo a esconder la figura. Esa noche despierta a punto de evitar su robo por parte del viejo de la cabaña.


«Me recuerda a un dragón. Claro que nunca he visto ninguno… Pero si hubiera visto uno seguro que me lo recordaba, tiene las alas y los cuernos aunque pequeñitos. Y la mirada. Esa mirada… ¿Son rubíes? Los rubíes son raros por aquí. Podríamos sacar un buen precio por ellos, si conseguimos arrancárselos, claro. ¿Tú crees que podríamos? Parece duro. Seguro que resiste un cincel. Será como un diamante. De duro, digo». Y así continuaba. Y podía estar mucho rato así. Había que tener en cuenta que lo único que podía hacer era hablar, encerrada como estaba. Y después de la noche que había pasado no le molestaba. De hecho se había descubierto escuchando las peregrinas elucubraciones de la insidiosa mentecilla que escondía la madera.

Hijo de la pasada tormenta, el céfiro soplaba con fuerza y henchía la vela propulsando al Míle velozmente, colorida flecha surcando el cielo. La figurilla, el dragón según la sílfide, estaba a los pies de Timoteo que le echaba repetidos vistazos disfrutando de ver su pulida superficie brillar a la luz del Sol casi dando la impresión de que estaba vivo y se iba a desperezar de un momento a otro. Mientras sus pensamientos se entremezclaban con la vocecilla proveniente del mascarón de proa, cosía una nueva capa de plumas que esperaba poder vender en el mercado del pueblo próximo y, con sus compañeras, recuerdos de águilas reinas del cielo que ahora cubrirían los hombros de acomodados ciudadanos, paliar sobradamente su escaso sueldo. Especialmente en este viaje en el que la tinaja perdida sería pagada de su propio bolsillo. Lanzó un suspiro tan hondo que casi se le escapa el alma.

Cruzaban terreno abierto. Sabía que atrás, aún visible pero cada vez más lejos, el barco de Fae cubría la misma ruta. Llevaba retraso pero llegaría con suficiente tiempo. El Míle era el barco más rápido de la flota y estaba orgulloso de ser su capitán.

«… Y podríamos darle una mano de brea. Bueno, se la darías tú, yo no puedo. Y ya de paso tú también necesitas una sesión de arreglo, comprarte un poco de ropa y arreglarte ese matojo que llamas pelo, porque estás hecho un adefesio…» Ella a lo suyo. Pronto estarían en el pueblo, ya se veían las casas y el puerto flotante.

٭ ٭ ٭

Por allí no había árboles así que las plataformas estaban alzadas mediante globos aerostáticos anclados y estaban conectadas con puentes colgantes, y se subía y bajaba por unas escalas, y había unos elevadores por poleas para subir y bajar la carga.

Unos funcionarios esperaban al Míle en su muelle asignado por el oficial del puerto. Sobrios y con caras largas y feas como un viejo pico de cantera ya gastado, estaban más serios que los habituales chupatintas de las aduanas. Timoteo verificó la lista de carga, la documentación del barco y la suya propia; era evidente que estos burócratas no tenían el más mínimo sentido del humor.

«¡Otra vez por aquí! Ayúdame con ese cabo», y entre el espectro y él amarraron el Míle. Un murmullo, algo así como «tráeme algo bonito», le llegó desde el mascarón de proa mientras bajaba del barco. El espectro y la sílfide cuidarían de su nave. Ahora tenía que atender el papeleo habitual de aduanas y luego los negocios. Era la parte que menos le gustaba.

«Capitán del Míle», eso no era una pregunta así que no contestó. Ni siquiera miraron sus credenciales, lo precedieron hasta una oficina a las afueras del puerto. Allí lo esperaban otro funcionario, de mayor rango por sus vestiduras, y dos guardias, con su cinta blanca a la cabeza y los bastones largos y sólidos bien entrenados en los lomos de desafortunados cuatreros. La garganta se le secó de inmediato y se irritó tratando de tragar el bolo pastoso que se le había formado bajo la lengua. «Legalmente pertenece a la compañía de transportes y correos del senador Eban Ilardi durante ocho meses más. Todo lo que tenga es nuestro. ¿De acuerdo?». «Estáis en lo cierto, señor». Los funcionarios de aduanas los habían dejado solos. «El capitán Fae nos ha informado de que tiene usted en su posesión un objeto insólito, robado según parece en la última posta antes de este pueblo». Timoteo no pudo por menos que admirarse ante la rapidez de la transmisión de la información puesto que ni con palomas mensajeras hubiera podido ser tan veloz, y también en el hecho de que fuera Fae quien informara del supuesto robo. «No esperamos que gente como usted se comporte legalmente pero nos interesa mucho ese objeto. El huevo que lo contenía es de gran interés y el senador Ilardi es un reconocido coleccionista de objetos de otros planetas. Quiere presentar un informe ante el Senado». «No sé de qué me habláis, señor». «Está bien, encerradlo. Registraremos su barco».

¿Qué es lo que le había impulsado a contestar así a un funcionario de la compañía? Esa pregunta ocupó sus pensamientos mientras lo llevaban a un pequeño calabozo de piedra bajo las plataformas flotantes del puerto y lo dejaban allí, solo. Sólo tenía que haber dicho dónde escondía la figurilla y no habría tenido ningún problema. Problemas… Llevaba intentando evitarlos cuatro meses. Como período de tranquilidad no había estado mal. «Espero que tengas alguna idea para sacarme de aquí, agorero», le gruñó al espectro. «¿Volvemos a las andadas?». «¿Nos queda otra opción?».

viernes, 1 de junio de 2007

CAPÍTULO 3. DONDE ENTRAN NUEVOS COMPAÑEROS Y ALGUNO VIEJO RESULTA NO SER BUENA COMPAÑÍA

*Hasta ahora:

Timoteo, su barco volador y su extraña tripulación son sorprendidos por una violenta tormenta. Un meteorito impacta contra ellos y se ven obligados a buscar refugio. Una vez a salvo Timoteo descubre que lo que ha chocado contra su nave es un huevo de hierro.


La toalla con la que Timoteo se secaba el pelo se resbaló sobre los ojos de éste, que la apartó de un manotazo. Él y el viejo estaban boquiabiertos, casi tumbados encima de la mesa para no perderse ni un detalle. Habían olvidado la sopa, el frío que aún entumecía sus miembros y el cabello mojado del que todavía caía alguna solitaria gota de cuando en cuando. Para ellos ahora sólo existía el huevo de hierro.

Se había abierto en cuatro hojas formando un nido. Y en el centro, un pequeño bulto formado por un montoncito de piezas hábilmente talladas que le daba forma. Timoteo no pudo controlarse y alargó la mano para seguir con sus gruesos dedos el cuerpecillo enroscado tachonado de diminutas púas similares a sanguinolentos zafiros de tan intenso que era su color rojo. La suavidad del metal en cada juntura asemejaba el terciopelo pero los bordes eran afilados como la lengua de un traidor.

«Es una estatuilla…», murmuró Timoteo, anonadado; «una estatuilla que ha caído del cielo con una estrella de fuego». El viejo alzó las cejas. «¿Una estrella de fuego?». Los ojos del anciano se convirtieron en una ranura amarillenta como si de una sonrisa avariciosa se tratara y recorrieron la figura a lo largo. «Entonces es un autómata de guerra», sentenció.

El capitán del Míle ya había alargado la otra mano y se disponía a cogerlo, de tan pequeño que era tenía que ser muy liviano, cuando un sonido profundo y gorgoteante atravesó la tormenta que aullaba en torno suyo. Los dos hombres parpadearon un instante, confundidos, hasta que en los ojos del viejo destelló el reconocimiento.

«El cuerno», se levantó raudo, «viene otro barco». Tras lanzar una última mirada al huevo, el viejo salió de la cabaña. Volvía a cojear y su cuerpo estaba de nuevo retorcido, pero Timoteo recordó cómo se habían estirado sus brazos una hora antes para sujetar el cabo que se escurría del Míle.

Tiempo después se preguntaría qué fue exactamente lo que le impulsó a coger la figurilla y nunca supo darse una respuesta convincente. Fuera lo fuese, el caso es que eso hizo. Al principio no pudo moverla. Estaba seguro de que era ligera y no hizo mucha fuerza y se quedó clavado. Abultaba lo que la cabeza de un niño pero era macizo como una roca de cantera y pesaba como un hombre adulto. Con un gruñido lo llevó hasta su petate y lo escondió debajo. Luego salió a la tormenta.

El viejo y otro hombre sujetaban los cabos que desde un barco bastante más grande que el Míle lanzaban otros dos tripulantes. Timoteo se unió a la refriega que era atar las sogas a pesar del viento y la lluvia. Gracias al navegante que había bajado a la plataforma y al propio Timoteo pronto estuvo la nave asegurada a la plataforma y el capitán y los cuatro hombres que formaban el resto de la tripulación llevaban sus pertenencias a la cabaña del viejo que ahora estaría atestada.

La sopa era escasa, más bien agua con sabor, y las toallas tenían que ser reutilizadas sin darles tiempo a secarse. Timoteo avivó la lumbre mientras el viejo echaba al agua hirviendo un par de cebollas rancias. Las ramas que abrazaban la cabaña en el árbol golpeaban contra las paredes presas de la renovada furia de la tempestad, que había dejado escapar otra presa.

«Capitán Miralle», saludó el cabeza de tripulación del barco recién llegado. «Capitán Fae». «Estáis muy atrasado en vuestra ruta». «La tormenta me sorprendió y tuve que regresar. No tengo excusa». Fae se dio por satisfecho y devolvió su atención a la toalla que el viejo le acababa de traer.

Timoteo ayudó a uno de los recién llegados a retirar los restos de su cena y del viejo de la mesa para que se instalaran Fae y sus hombres. Inevitablemente, el huevo de hierro abierto llamó la atención. «Un viejo recuerdo», murmuró el anciano evitando mirar a su primer huésped tan insistentemente que no pudo por menos que llamar la atención de éste sobre su comportamiento. La sopa humeante llegó a la mesa y el huevo quedó así olvidado en un estante.

Mientras los cinco navegantes acababan de engullir la frugal cena, Timoteo se encogió en el rincón que le correspondía a su jergón y se dispuso a descansar. Lo único bueno de que hubiera tanta gente en la cabaña era que no pasarían frío.

٭ ٭ ٭

Despertó bruscamente. A primera vista no había nada raro. La cabaña estaba casi completamente a oscuras, excepto los rescoldos aún palpitantes. La tensión que le había arrancado del sueño se diluyó y empezó a costarle mantener los ojos abiertos pero era imposible ignorar su presencia.

«Déjame dormir», le pidió al espectro, «mañana me gustaría salir antes de que Fae despierte».

El rumor llegó desde encima de su cabeza. La mano salió disparada hacia el petate a tiempo de agarrar otra fría y huesuda que ya rebuscaba en su petate. Los aviesos ojos amarillentos dueños del apéndice brillaron en el flaco rostro. «Váyase a la cama, anciano». Sin una palabra ni un gesto se fue tan silencioso como había llegado, arrastrándose hacia atrás, recuperando su posición en la estrecha litera colgada junto a la estufa. Y aunque ahora no brillaban, Timoteo sintió los ojos clavados en él desde la otra punta de la habitación. Dejó escapar el aire que había estado conteniendo mientras buscaba al espectro; incluso su molesta presencia habría resultado ahora reconfortante pero el tunante había vuelto a esfumarse. Palpó la estatuilla compuesta por miles de piezas, fría como una noche en soledad, oculta bajo su bolsa. Por supuesto, no pudo dormirse.