lunes, 30 de junio de 2008

CAPÍTULO 29. LA MÁQUINA Y LA APARICIÓN

*Hasta ahora:

El oficial Erm Liu-d’ah y su compañero Yan iniciaron una incursión en un búnker enemigo. Su misión: apoderarse de y/o destruir unos documentos. Ahora Yan está muerto y Erm se encuentra desarmado, acosado y perdido dentro del laberinto de pasillos. En su vagabundeo ha encontrado un hangar, y en él un dragón metálico que está siendo construido por piezas. Mientras observa la estatua suena la alarma.


Entrada 29: hora de Rubí; tercio menguante; sección decimoquinta.

Necesito oír una voz. Mi voz vale. Necesito decir esto en voz alta. Porque dudo de mis ojos.

Apenas hace un tercio de hora que grabé la última entrada. Poco tiempo y muchas cosas. Tengo que aclararme. Ponerlas en orden. Analizarlas.

Así es como te enseñan en la Academia: ves, analizas, actúas.

El problema: llevo un rato actuando, viendo después y sin tiempo para analizar.

Ahora tengo tiempo. Vuelo a toda velocidad a ras del suelo para evitar los radares. Va a ser lo más parecido a un momento tranquilo que voy a tener. Lo presiento.

Presentir no es algo que se enseñe en la Academia. De hecho, es algo que evitan que hagamos.

Los hechos.

Saltó la alarma. Pero los trabajadores del hangar no le hicieron caso. Siguieron trabajando. Eso quería decir que son disciplinados. Mucho. Que había otra gente dedicada a encontrar y eliminar a los intrusos. Y que eran de total confianza.

La pregunta: ¿cuándo aparecerían?

En poco tiempo.

Eficientes. Cubrieron las puertas de entrada y salida. Nota: no eran los soldados del búnker, sino guardias.

Primera respuesta, rápida pero no contundente. Sin duda, los soldados estaban al caer. Pero tenía un tiempo de reacción.

Sólo que no tuve reacción. Me irrita recordar lo que pasó a partir de aquí; no sólo porque estuviera fuera de mi control sino porque no tomé ninguna decisión, sólo hice lo que me dijeron.

Curioso pensamiento para un soldado.

La sorpresa me anuló porque los guardias no vinieron hacia mí, no buscaron al intruso por el hangar. Se dirigieron a un punto concreto. Sabían dónde iban.

Explicación: o habían visto al que buscaban o no se me ocurría nada más. Y como no venían hacia mí, yo no era el que buscaban.

Hubo disparos. Pero no acertaron porque siguieron disparando. Y se giraban hacia donde yo estaba. Eso quería decir que había alguien más y ese alguien más venía directamente hacia mí.

Lo recuerdo bien porque era peculiar: un montón de pelo rojo, y se movía rápido para el volumen que tenía. Nota: llevaba un abrigo grande y botas, prendas que abultan mucho y seguramente lo hacían más grande de lo que era.

Se recostó junto al mismo palé en el que estaba yo.

«Vienen hacia aquí».

Se rió y siguió su camino cogiéndome de la mano y tirando de mí.

Me llevó hasta un montón de fundas para tuberías apiladas. Me miró y supe qué quería, así que empujé con él. Los trabajadores ya no pudieron ignorar el alboroto. Sobre todo porque les cayó encima una marea de metal y tuvieron que hacerse a un lado.

Qué bello es el caos. Y sobre la confusión reinaba el hombre de cabello rojo, riendo como un poseso, con una alegría que me contagiaba.

Habría reído con él si no hubiese estado asustado, y lo que me asustaba era el mismo hecho de estar asustado.

«Ven conmigo» dijo el hombre de cabello rojo y yo fui detrás de él al centro del hangar saltando sobre los guardias y los trabajadores que se arrastraban por el suelo y nadie sabía qué hacer pero todos gritaban mucho y muy alto.

Al principio creí que corría hacia lo que estaban construyendo, el gigantesco esqueleto de dragón. Me equivoqué. Eligió el modelo en miniatura. Me miró.

«Ahora vas a salir de aquí».

Le pregunté que adónde iba a ir.

«Búscame».

Y acarició la espalda al dragón, desde la nuca al inicio de la cola. Le puso una piedra agrietada en la boca. Y la estatuilla se desperezó justo cuando los soldados entraron en el hangar.

Las balas de piedra volaron hacia nosotros. Las alas de metal plateado del dragón las detuvieron y la cola armada con cuchillas los despedazó. Porque ya no era una miniatura.

Me miró desde su altura gigantesca. Trepé hasta su lomo. Una bola de luz tan intensa que me dejó mil puntos brillantes delante de los ojos voló de su boca hasta la puerta blindada de la pista de aterrizaje, y un momento después no había puerta.

No entiendo qué sucedió.

No sé lo que pasó.

Tengo que escuchar esta entrada otra vez.

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