viernes, 26 de octubre de 2007

CAPÍTULO 16. DONDE SE DICE AQUELLO DE «TENEMOS UN PROBLEMA».


*Hasta ahora:

Aunque no hay ningún documento oficial que lo anuncia, Timoteo sabe que un funcionario del senado le persigue para hacerse el autómata de guerra. La única opción que se le ocurre es escapar del planeta pero para ello necesita unos documentos para pasar la aduana y un hechizo para que el Míle pueda navegar por el espacio. Ya ha comprado la magia, ahora sólo tiene que esperar a que su amigo el Topo vuelva con la documentación…


Timoteo había caminado buena parte de la noche. En silencio y solo porque el espectro había vuelto a largarse. No había aflojado el paso en el trecho desde el Barrio del Bosque hasta la casa del Topo y llegó cubierto de una pátina de sudor que le cubría la cabeza de vaho al entrar la cálida humedad en contacto con el frío aire nocturno.

Nada más cerrar la puerta, la oscuridad y el silencio le recibieron. Y también el frío. La temperatura no se había caldeado al entrar en la casa. «El Topo aún no ha vuelto». Se demoró en encender la chimenea, lo que le costó un tanto ya que la leña estaba húmeda y chisporroteó un rato antes de prender. Pero el calorcito que al poco fue extendiéndose por entre los rincones compensó el esfuerzo. Cogiendo un trozo de pan duro y queso de la alacena bajó a la bodega, hasta el escondite.

Allí no hacía efecto el fuego de la chimenea pero no fue ésa la única razón por la que se le erizaron los pelillos de la nuca. El farol que estaba encendido cuando él había salido había desaparecido, y con la poca luz que llegaba del piso superior Timoteo podía ver el estante para botellas caído en el suelo y la puerta del escondite abierta. Nada más alcanzaba a vislumbrar.

En pocas zancadas había vuelto arriba y cogido una tea y vuelto a bajar. Chapoteó en el charco de vino sin hacer caso a los eventuales crujidos de los trozos de cristal que se partían bajo la suela dura de sus botas. Su corazón, que había empezado a latir a toda velocidad cuando descubrió el estropicio, se negó a dar un latido más en cuanto entró en la pequeña habitación que era su escondite.

Ahí estaba más o menos todo igual. Igual porque las camas seguían en su sitio, y la mesa y las sillas. Pero su petate estaba vacío y su contenido por el suelo. Aunque no todo. Al primer vistazo identificó lo que faltaba pero aún así buscó debajo de las literas y de las ropas y por el escaso suelo, y luego salió a la bodega para asegurarse que no estaba entre las sombras.

La estatuilla con forma de dragón no estaba por ninguna parte. Y tampoco el viejo.

Subió arriba aún con la tea en la mano y perdió un tiempo que él sabía infructuoso pero que para su tranquilidad no podía dejar de usarlo en buscar por las otras dos habitaciones de la casa, cocina y dormitorio del Topo, y en el altillo. Por supuesto, la casa estaba vacía.

Salió a la puerta principal y se dio de bruces con el Topo.

«¿Qué haces con eso?», gruñó el hombrecillo quitándole la improvisada antorcha de las manos y lanzándola con puntería hacia la chimenea, donde se desmoronó la pirámide que había formado Timoteo para encender el fuego. «El viejo se ha largado y me ha robado». «No tenía pinta de ser tu amigo», el Topo le empujó para dentro de la casa. «¡Que me ha robado!». «Olvídate. Tenemos un problema. ¿Conseguiste el hechizo?».

Quizás fuera el tono apremiante en la voz, los movimientos convulsos o leve temblor de sus pequeñas manos de largos dedos pero toda la atención de Timoteo se concentró en su amigo. Como respuesta sacó el rollo de papel de su bolsillo. El Topo le puso en las manos otro escrito: «los documentos para la aduana. Recoge tus cosas».

Dicho y hecho. No en vano se conocían desde hacía tiempo y no eran frecuentes ni largas sus estancias en el lado correcto de la ley. Hay momentos en los que no se ha de pensar y los síntomas del Topo evidenciaban que éste era uno de ellos. ¿Qué había pasado? Eso daba igual si luego uno tenía tiempo de enterarse, pero primero había que conseguir ese tiempo.

Si Timoteo había subido rápido a por algo de luz cuando descubrió el desaguisado de la bodega, ahora fue aún más raudo. De un solo barrido metió sus pertenencias desperdigadas en el petate y salió de la habitación

Arriba, el Topo no había perdido el tiempo. Aprovechando la lumbre que había encendido su amigo la esparció por la casa acumulándola al lado de tela y madera que ya prendía y las llamas crecían a toda velocidad con hambrienta furia. Ahora llenaba un par de saquitos con alimentos que pudieran conservarse un tiempo en la alacena. No mucho, sólo para un par de días quizás.

Se reunieron en el salón, ya prácticamente conquistado por el fuego. Timoteo llevaba a la espalda su bolsa y cogió la que le tendía su amigo llena de comida. Por su parte el Topo se quedaba con uno de los saquitos y en la otra mano tenía el último tocón ardiente. Salieron por la puerta de atrás, la que daba al bosque y luego el dueño de la casa terminó de prenderle fuego.

domingo, 7 de octubre de 2007

CAPÍTULO 15. DONDE SE COMPRA UN HECHIZO, POR FIN, CON ALGUNAS DIFICULTADES. PARTE II


*Hasta ahora:

Guiado por las indicaciones del chatarrero, Timoteo llega a la cabaña del hechicero, un personaje de personalidad cambiante y mal humor permanente que no parece muy dispuesto a ayudar su visitante hasta que no ve el dinero.


«¿Cuál es tu problema, hijo?», quiso saber el enclenque hechicero acariciando con los ojos la bolsa de las monedas. «¿En serio quiere saberlo?». «Estoy aburrido y me apetece una buena historia. ¡Y no se te ocurra estropeármela con la verdad!». Timoteo parpadeó un par de veces sorprendido ante los cambios de humor de su anfitrión, que ahora se sentaba en un taburete arreglándose las ropas para que no se le arrugasen, lo cual era imposible porque estaba claro que hacía días que no se cambiaba ni para dormir.

«Soy un navegante mercante y he tenido algunos problemas con las autoridades locales», empezó a hablar Timoteo, eligiendo cuidadosamente las palabras para con contar más de la cuenta. «Lo suficientemente complicados como para obligarme a tener que…». «Aburrido, aburrido. ¿No sabes contar nada mejor? ¡Largo!». Aquel personaje, con esa misteriosa energía que no podía caber en el cuerpecillo que la retenía, ya se levantaba dispuesto a abrirle la puerta. «Empiezo a estar cansado de este juego, viejo», Timoteo se mordió la lengua para no gritárselo y zarandearle, «desde luego estoy pagando caro el maldito hechizo». Y añadió en voz alta: «¡Esperad, esperad! Mejoraré la historia». Con una colección de gruñidos y bufidos y farfullando palabras a medias el ruinoso vejestorio volvió a sentarse; esta vez no hizo ni caso a cómo le quedaban las ropas.

Timoteo aún dudó un poco antes de empezar pero ya no se le ocurría cómo contentar al caprichoso mago que le escuchaba y, realmente, necesitaba ese hechizo: «en mitad de una tormenta un meteorito chocó contra mi barco, solo que no era un meteorito sino un huevo de hierro con una estatuilla dentro con forma de dragón: un autómata de guerra del planeta Aespix…». La boca del hombrecillo se fue abriendo tanto que para cuando Timoteo acabó de hablar tuvo serias dudas de si se le habría descoyuntado la mandíbula, en la que, por cierto, había más huecos que dientes. «Funcionarios corruptos, persecuciones, autómatas que participan en guerras estelares, planetas lejanos… Te lo has inventado todo, ¡seguro!, pero ha sido divertido, ji, ji, divertido, sí. ¿Qué es lo que querías?». Timoteo ahogó un suspiro de alivio: «un hechizo». «¿Y yo te he dicho que te lo daría? ¡Qué raro! Tenías dinero, ¿verdad? Bien, bien, bien. ¿Qué clase de hechizo querías?».

«Quiero ir a otro planeta pero mi barco no puede». «Un hechizo de viaje entre planetas… Muy difícil, no lo haré. ¡Largo!». A Timoteo se le acababan las ideas y la paciencia, y se quedó anonadado con el nuevo cambio de idea de su interlocutor cuando ya creía tenerlo resuelto. Y se quedó quieto, sin reaccionar. «Bueno, si insistes creo que algo tengo escrito por ahí, puedo ir a ver…», y se levantó y se escabulló entre varios libros, dejando al visitante aún más sorprendido y definitivamente decidido a retorcer el arrugado pescuezo del brujo en cuanto consiguiese lo que había venido a buscar.

Los murmullos del tipejo iban de aquí para allá entre la maraña de trastos que llenaban la cabaña, y la única manera de saber su posición era estar atento a los eventuales legajos que volaban de repente de debajo de algún mueble.

Iba Timoteo a sentarse en un escabel cuando estaba claro que estaría en la casa un tiempo cuando reapareció repentinamente el hechicero y apartó los pergaminos que el propio visitante iba a retirar. «No toques, te dije al entrar, no toques», y volvió a desaparecer de manera tan brusca como había aparecido. Como tenía libre el asiento, que era lo que quería, Timoteo no le hizo más caso. «Espero que el Topo haya conseguido los documentos o no pasaremos la aduana, ni siquiera con el hechizo».

«¡Ya está!», el vejestorio volvía con un papel en blanco, un pincel y un bote con tinta roja un tanto grumosa. Apartó de un manotazo y sin ningún tipo de cuidado varios libros y tarros que cayeron al suelo sin que ninguno se rompiera y con movimientos rápidos que tuvieron que suponer un tremendo esfuerzo para sus anquilosadas articulaciones, dibujó tres enormes letras. «Toma, lo pones en el casco cuando salgas del cielo», y se lo dio enrollado. «Y pásate por aquí algún día y dime qué tal funciona. No se hacen milagros todos los días y uno tiene su ego. Aunque, claro, si no funciona, no te volveré a ver así que también lo sabré, ji, ji». «¿Puede que no funcione?». «¿Quién sabe, hijo, quién sabe? No puede estar nunca seguro uno sobre estas cosas de la magia, muy complicadas». Por un segundo, Timoteo se planteó muy seriamente matar al hombrecillo allí mismo. «Está bien, decidme cuánto os debo».

Ahora el que parpadeó sorprendido fue el hombrecillo: «¿Dinero? No, no. Te envía Elastor». Lo acompañó hasta la puerta y le puso una empanada fría cubierta con un trapo en la mano. «Y, acuérdate: si no funciona, mátate tu mismo; es peor ahogarse con el fuego de más allá del cielo. Una muerte horrible. Me pasó una vez. Adiós, adiós, diviértete con los dragones y las guerras estelares».

Pocas veces le habían alejado tan rápido los pies de Timoteo de un lugar.

sábado, 6 de octubre de 2007

CAPÍTULO 14. DONDE SE COMPRA UN HECHIZO, POR FIN, CON ALGUNAS DIFICULTADES. PARTE I


*Hasta ahora:

Obligado por las circunstancias, Timoteo acompaña a un guardia para arrestar a uno de los habitantes del Barrio del Bosque, un gigantesco chatarrero que pone fuera de combate al patrullero antes de que empiece la pelea propiamente dicha. A punto de enzarzarse con su segundo contrincante el chatarrero ve al espectro y reconoce la marca que lleva Timoteo en su muñeca pues él lleva una igual. Como favor, le indica dónde hay un mago.

Timoteo estaba frente a la destartalada cabaña bajo el roble que son dos. «¡Qué manía que tiene la gente de no llamar a las cosas por su nombre!», gruñó para sí porque el roble que son dos no era más que una pareja de árboles que compartían el nacimiento del tronco y la maraña de raíces que sobresalían del humus que cubría el suelo del Bosque.

La cabaña tenía las paredes tan torcidas que era realmente inverosímil que se mantuviera la estructura en pie, pero aguantaba. Estaba alejada de las demás casas del barrio y del camino principal; de hecho, de cualquier camino como lo atestiguaban las hojitas y ramitas de la mitad de los arbustos que se había encontrado Timoteo en su camino y llevaba colgando de sus pantalones y la capa. En definitiva, un sitio perfecto para perder la bolsa y la vida.

«Allá vamos, entonces». En pocas zancadas, ya no había plantas rastreras en la zona cercana a la cabaña, Timoteo se plantó ante la puerta y llamó con la palma abierta de sus manazas encallecidas. Enseguida se arrepintió, temiendo que la construcción se viniera abajo por los golpes. Y aunque la borda tembló amenazadoramente, continuó en pie. «Es un hechizo, seguro».

Algo que aún se hizo más evidente cuando se abrió la portezuela. Era imposible que aquella pared siguiera enhiesta sin el apoyo de casi un tercio de su totalidad. Especialmente cuando las jambas saltaron hacia fuera y un rápido movimiento de cabeza de Timoteo le evitó acabar descalabrado. Aún con el corazón desbocado gruñó: «deberíais hacer que os miraran eso. Vais a matar a alguien». «No será una gran pérdida si ha venido aquí». El tono y la voz, chirriante como debiera ser la cabaña entera pero que no obstante el maltrato recién recibido no había soltado ni una sola queja, llamaron la atención de Timoteo, que sólo había prestado atención al madero que había volado hacia él voraz como un ave de presa.

Era un tipo extraño, de eso no cabía duda. Encorvado, con las piernas y los brazos largos, finos y deformes como alambres deshilachados. La poca piel que se le veía, la de las manos y el rostro estaba apergaminada, llena de manchas, arrugas y de un color entre amarillento hepatitis y gris ceniza que cambiaba según se reflejaba en ella la luz del farol que colgaba junto a los restos de la puerta en la parte interior de la cabaña, cuando directamente los rayos luminosos no la atravesaban dejando al descubierto una miríada de venitas azules, tendones pálidos y carne oscura. Nariz larga y aguileña, cejas que caían por los lados hasta unos hendidos pómulos, sin labios y con unos ojos que de tan transparentes parecían de cristal. Una ruina de hombre. Pero sus movimientos eran eléctricos y precisos; no era lo que parecía.

«Si has venido sólo a criticar mi puerta ya puedes irte largando con viento fresco. Y si no tienes dinero, también». Timoteo sacudió su bolsillo y algunas monedas tañeron dejando un alegre eco metálico. «Ah, bueno, en ese caso igual mereces la pena». «Me envía Elastor». «Entonces no la mereces. Ese patán siempre me envía causas perdidas. ¡Largo! ¡Largo!». Viendo que Timoteo no tenía la más mínima intención de irse, ni siquiera hizo un amago de moverse, aquel deshecho de piel y huesos intentó empujar para apartarlo. Pero nada podía hacer contra su visitante y el intento quedó en un patético conjunto de gañidos y crujidos de todas las partes de su enclenque cuerpecillo. Viendo la inutilidad del esfuerzo se incorporó e intentó arreglarse el pelo, tan encrespado y alborotado como el del propio Timoteo aunque de un blanco sucio y abierto como si tuviera una mariposa de nieve posada en el cogote, y luego carraspeó para volver a adoptar una postura muy digna: «he decido ver qué es lo que quieres. Pasa, anda, pasa. ¡Y no me rompas nada!»

Si el exterior ya había dejado a Timoteo anonadado por su precariedad estructural, cuando entró en la cabaña su corazón casi se para del susto. No había nada recto. Escapaba a toda comprensión cómo aguantaban las tarrinas llenas de líquidos en su sitio sobre unas estanterías que parecían tener un romance con las piedras del suelo. Las puertas de las alacenas no encajaban entre ellas, la mesa que ocupaba casi la mitad de la estancia estaba carcomida y no daba ninguna sensación de poder soportar un ápice más de peso del que ya aguantaba. Y luego, el desorden general. Nada parecía estar en su sitio: libros, ropas, platos, cachivaches… repartidos arbitrariamente por todo el espacio.

«Tú, ¿qué quieres?» le espetó a Timoteó una vez se hubo puesto un mandil raído y sucio de un color indefinido. «Un hechizo». «De eso no tengo, ¡largo!». «Elastor te recomendó cuando le pregunté por un mago». «Oh, bueno, entonces supongo que no puedo escaquearme. Tenías dinero, ¿verdad?». Timoteo sacó su bolsa de cuero del bolsillo y la puso sobre la mesa. Los ojos del enjuto hombrecillo brillaron como lo harían las propias monedas de haber recibido un rayo de luz. «Ji, ji, ji. Puede ser divertido… ¿Cuál es tu problema, hijo?»