viernes, 25 de mayo de 2007

CAPÍTULO 2. DONDE DESCANSA UNA TORMENTA Y DA COMIENZO UN MISTERIO

*Hasta ahora:

Timoteo vuela en su barco acompañado de un espectro y un mascarón de proa con forma de sílfide parlanchín. Una tormenta le sorprende y en mitad de ésta un meteorito impacta contra la nave.


La desatada Naturaleza estaba calmando sus arrestos. El Míle empezaba a ser gobernable de nuevo y eso es algo que su capitán no desperdició. Ignorando el dolor de los brazos, sabedor de que tendría que escuchar sus quejas durante un buen rato más, dio un golpe al timón y llevó el barquito hacia abajo, de regreso al bosque.

No fue fácil. Cada poco, algún rebelde golpe de viento que desobedecía la orden general de amaine forzaba al Míle a otra colección de giros. Por momentos, las copas de los árboles estaban al lado y luego volvían a alejarse hasta perderse de vista. Y Timoteo tenía las manos resbaladizas por la lluvia y no agarraba bien el timón a pesar de la tira de cuero que cubría la madera. «Podrías echar una mano», le gruñó al espectro que seguía observándole con curiosidad cada vez mayor ante las dificultades del navegante; «No puedo, soy intangible», recordó sin inmutarse. Timoteo meneó la cabeza; y encima de todo estaba cansado, ya no era joven.

Pero sí era testarudo. Se mantuvo firme, controlando el barco a ratos, siempre buscando el descenso. Ya no sabía qué era Norte y qué Sur, pero el arriba y el abajo todavía los diferenciaba. Los árboles eran su destino, si llegaba a ellos y evitaba las rachas de viento podría anclar el Míle a uno de ellos y esperar a que volviera la calma. Era lo que tenía que haber hecho desde un principio, antes de que llegara lo peor de la tormenta; sabía que la sílfide tenía razón, «pero no voy a reconocérselo».

Estaban ya cerca de las ramas más altas y ninguna racha de viento les molestaba. «Va a volver, estamos en el ojo», ahora que no había truenos, la vocecilla llegaba clara desde el mascarón. El espectro asintió, completamente de acuerdo. Timoteo miró el cielo sobre sus cabezas. Formando un desigual círculo veía el cielo tachonado de estrellas; detrás venía otro frente igual de oscuro y violento que el que había pasado. «Necesitamos un árbol-puerto». «El del viejo», sugirió la sílfide, «está ahí mismo. La tormenta nos ha vuelto tantas veces del revés que nos ha devuelto». El navegante miró en torno suyo, desorientado, y luego dijo con renuencia: «Estoy perdido. Llévame tú». «Se te olvida el por favor», chirrió con su voz impertinente, pero no esperó lo que sabía que no llegaría y empezó a guiar a Timoteo por entre un segundo mar, esta vez de hojas y troncos.

Tenía razón una vez más, estaban cerca, y la odiaba aún más por eso. Llegaban cuando los vientos empezaron de nuevo a levantarse. El viejo salió de la cabaña entre las ramas. Verlo maniobrar tan contraído como era entre los coletazos de aire le produjo a Timoteo una mezcla de pena y desesperación; iba a tener que hacer él todo pues tampoco podía contar con sus compañeros de viaje, el espectro ya se había diluido viéndolo a salvo, y saltar a la plataforma y desde ahí amarrar el Míle si no se lo había llevado la tormenta. Pero no pudo por menos admirar el equilibrio que mantenía el viejo sobre los tablones a pesar de la cada vez mayor violencia que los rodeaba. Le lanzó un cabo con puntería y el capitán del barco lo ató al barco.

Pero era cuestión de tiempo, un golpe de viento hizo escurrirse la cuerda de las manos del viejo. Las miradas de los dos hombres se cruzaron, desesperada la del navegante. Y lo que parecía una frágil ramita se convirtió en recio tronco. El brazo del viejo se estiró y agarró el cabo y con pericia se lo enrolló a la cintura para evitar que siguiera escurriéndose. Se mantuvo firme en la plataforma mientras Timoteo saltaba y agarraba el extremo para atarlo al muelle. Una nueva soga, otro nudo y el Míle estaba a resguardo.

La lluvia arreció y volvió a golpear sobre sus cabezas como piedras de buen tamaño. Lo que recordó a Timoteo la piedra que todavía guardaba su tinaja rota. Subió una vez más al barco, resbalándose con la mezcla de agua y grano que cubría la cubierta. Ya no salía humo de la vasija así que se arriesgó a meter las manos. Sus gruesos y encallecidos dedos se cerraros sobre una superficie lisa y fría, y al levantarla vio un artefacto ovalado. No le dio más vueltas, no tenía sentido quedarse a deducir bajo una tormenta como aquella.

Fue ya con ropa seca, una toalla sobre la cabeza y sentado a la mesa de la cabaña del viejo con un caldo caliente ante él, cuando los dos hombres prestaron atención al huevo. «Es hierro». Estaba formado por varias capas superpuestas. Timoteo las seguía con el dedo, pensativo, mientras con la otra mano se llevaba a la boca cucharada tras cucharada de sopa. Entonces encontró una grieta. Y el huevo de hierro se abrió.

viernes, 18 de mayo de 2007

CAPÍTULO 1. DONDE ACONTECE UNA TORMENTA

«Va a haber tormenta». «Umf». Aun quedaba por izar una última tinaja y ajustarla al mástil junto a sus compañeras. El viejo no podía ayudarle; era más retorcido que una mala idea y sus fuerzas más escasas que un río en el desierto. Había tenido verdaderos problemas para abrirle la puerta. El resto lo tuvo que hacer él por miedo a que se rompiera antes de finiquitar la transacción. Subió con agilidad por la escala y se encaramó por la borda.

Con cada gruñido suyo y chirrido de la polea la tinaja fue subiendo. Un poco de esfuerzo más y la colocó en su sitio. La afianzó con una buena soga, aseguró el nudo y revisó el cierre. Listo. Se asomó para decir adiós al viejo y le enseñó la empanada que le había regalado para indicarle agradecimiento y las cartas para asegurarle que las entregaría. Éste quedó en la plataforma del árbol mientras soltaba el cabo y la nave se alejaba primero poco a poco y luego cobrando velocidad mientras un repentino bóreas hinchaba la vela con inusitada fuerza para la estación estival. Y quedó agitando la mano con sorprendente energía teniendo en cuenta su cuerpecillo hasta que el barco no fue más que una mancha borrosa en el cielo plagado de nubes que se iba oscureciendo.

٭ ٭ ٭

Timoteo, capitán y único tripulante del pequeño Míle, aseguró sus pertenencias en la pequeña tienda que le servía de camarote en la popa de la embarcación. No necesitaba del comentario del viejo para oler la tormenta en el aire. Especialmente con una nariz como la suya. Se incorporó al otro lado de la tienda, justo en la popa, junto al timón de remo, y observó el cielo. Aunque aún le quedaba por vivir más de la mitad de los años que tenía y su cabello era de color fuego y encrespado como una hoguera en noche de viento, su cara asemejaba ya la de un viejo. No se sabía qué es arruga y qué cicatriz en su rostro de nariz redonda y protuberante y ojos pequeños de un verde cristalino, medio oculto por la barba semejante a un arbusto. Le faltaba una oreja, y los dedos meñique y anular de la mano izquierda. Y también parte de su alma.

La quilla del Míle se deslizaba ahora por una nube lisa y suave abriendo una larga cicatriz en la espalda del nimbo que quedaba ondulando entre los hilos pálidos y desaparecía más allá, en el ocaso ocre, donde un cúmulo sombrío e iluminado momentáneamente por descargas eléctricas crecía y devoraba a sus pequeñas vecinas algodonosas.

«Va a haber tormenta». Eso ya le fastidiaba más. Aunque era cuestión de tiempo porque nunca se quedaba en silencio mucho rato. «Cállate», gruñó aun a sabiendas que no valdría de nada decirlo. «¡No me da la gana!», ya empezaba. «Estaría bueno que encima me gritaras. Lo mínimo que tienes que hacer hasta que me saques de aquí es tratarme bien que, digo yo, no es excesivo pedir, señor capitán de una chalupa con aires de grandeza. Pero, ¡ea!, ¿me tienes algo de consideración? Que ya no digo conmiseración, un poquito de respeto nada más…», y continuaba. Timoteo frunció el ceño hacia el mascarón de proa, una sílfide alada que, estaba seguro de eso, de haber podido le estaría mirando como miran las madres a sus hijos cuando son mayores para decirles lo que han de hacer pero no les gusta un pelo lo que están haciendo.

No fue hasta la frase «ya la tenemos encima. Deberíamos descender», que volvió a prestar oídos a la retahíla. «No. Hacia arriba. Huiremos de la tormenta sobrevolándola». «Mala idea, malísima idea, la peor idea…», podía estar horas así, le encantaba. Timoteo asió el timón e hizo elevarse al barco. Ahora las nubes cubrían todo el firmamento como un techo humoroso. Humedad y frío es lo único que sintió al atravesar el manto vaporoso, y una momentánea sensación de que todo a su alrededor era gris. Y luego emerger entre dos mundos, la noche que empezaba a salpicarse de puntitos titilantes que competían con las últimas pinceladas de la puesta de Sol arriba y el mar de nubes pálido y uniforme abajo.

Pero la tormenta también crecía hacia arriba y allí estaba, esperándolos como depredador a presa, devorando las estrellas madrugadoras y sustituyendo el negro límpido del universo por el negro sucio de la tempestad. «Mala idea», confirmó.

Y la tormenta le atrapó. Apenas tuvo tiempo de arriar la vela y atarse con unas cuerdas al timón y aferrar éste con fuerza antes de que el primer bandazo casi lo lanzara a dejarse los dientes en la cubierta. Llegó con furia; silbando y dando alaridos. Empujando. Escupiendo. Y dándole la vuelta al mundo. El Míle crujía y se quejaba, como todo viejo, pero aguantaba porque siempre había aguantado. Los cabos resistieron y los maderos se doblaron y volvieron a su forma original. Los truenos le taladraban los oídos y los relámpagos nacían bajo sus mismas narices. La lluvia golpeaba como si fuera una catarata de guijarros en vez de agua. Y él se aferraba al timón no tanto para gobernar la nave, insignificancia ante la divina ira de la Naturaleza, como para no salir despedido en los empellones que recibía. Viento, agua y fuego. Poder y gloria. Pero él seguía vivo. Y lo bueno era que con la tormenta no podía oír su insidiosa vocecilla. Se echó a reír a carcajadas.

Carcajadas que se cortaron de golpe al escuchar un susurro junto a su oído. «No es tu primera tormenta pero parece que va a ser la última. He venido a buscarte», le dijo una voz conocida aunque terriblemente cambiada. Timoteo negó con la cabeza vehementemente, agarrándose con más fuerza aún al timón con sus callosas manos. «No voy a ir contigo aún. Deja de repetírmelo», berreó. El espectro paseó por la cubierta delante de él como si se encontrara en la cubierta de un barco de recreo en algún lago de superficie calma como el cristal. «Esperaré por aquí, si no te importa». «¡Claro que me importa! Fuera de mi barco». «Oh, no seas brusco. No puedes echarme. Es lo que sucede cuando matas a alguien inocente. No te libras de él. Así que me quedaré aquí». Y se sentó bajo el toldo de la tienda, junto al jergón enrollado donde dormía Timoteo las noches de frío. «Me distraes», se quejó.

Fue gracias a que giró la cabeza para no evitar la mirada del espectro que lo vio venir. Eran varias, cinco igual, que caían del cielo agujereando la existencia a su paso. Rocas ígneas. «Igual tienes razón», murmuró mientras asistía asombrado al espectáculo del fin del mundo. «Estás exagerando, ni siquiera llegarán a tierra. Pero tienes que tener cuidado con ésa». Una de las bolas se estaba deshaciendo y ante la violencia de la tormenta empezó a tener un rumbo errático que le acercaba al Míle. Con todas las fuerzas que le quedaban en los cansados brazos tras todo el ajetreo de la tormenta, Timoteo tiró del timón para obligar al barco a alejarse. Pero el viento no le dejó. Todas y cada una de las tablas y junturas crujieron ante las dos fuerzas opuestas, y la nave no se movió. Y la piedra, cada vez más pequeña, iba hacia ellos a toda velocidad. En un último intento, Timoteo se lanzó contra el timón. Inútil.

La piedra impactó con el barco. En realidad, con una de las tinajas. Por un agujero del tamaño de una cabeza se desparramó casi todo el grano que contenía la vasija. Y de dentro escapaba una pequeña tira de humo negro y espeso.

Mientras la tormenta rugía a su alrededor y el barco danzaba una vez más al son de los vientos, la vocecilla de la sílfide resonó, impertinente: «¿Qué es? ¿Qué es?».

martes, 15 de mayo de 2007

NOTA

Esta es la última vez que voy a hablar de mí. Desde mi punto de vista tampoco es que yo sea un tema de conversación muy interesante; pero como si mi vida merece la pena ser contada no es la cuestión que nos ocupa tampoco vamos a entrar a discutirla con detalle. Mejor aún, ni la discutamos.

Esto es una historia. Aún no ha nacido, está en gestación. E invito a todo el que se asome por aquí a participar de ella. ¿Quién es el protagonista? ¿Contará una búsqueda o una huida? ¿Será dura realidad? ¿O el recuerdo al despertar del sueño recién vivido? ¿A qué género pertenecerá? ¿Cuántos personajes aparecerán y qué será de sus vidas? ¿Es una sola historia o un vistazo a las millares de vidas que pululan en una ciudad? ¿Cómo acabará? Lo único que voy a reservar para mí es el comienzo.

Olvidémonos de estructuras y reglas. Podríamos discutir sobre lo que Aristóteles, Propp, Brecht, Ionesko y otros teóricos de la narrativa consideran que es la manera más adecuada de escribir una historia. En esta aventura, al menos para mí, es intrascendente. ¿Para qué perder el tiempo buscando un mapa si no sabemos cuál es nuestro destino? Aquí sólo hay una dirección y es hacia delante. Cada entrada es un nuevo capítulo que será escrito en continuación al anterior y considerando todos los comentarios que los visitantes tengan a bien hacer. El límite es nuestra imaginación.

James M. Barrie en boca de Peter Pan dijo: “morir será una gran aventura”. A mí se me ocurre replicarle: ¿y qué aventura mayor habrá que la de vivir? Propongo, pues, dar vida a una historia con los sueños y neuras de cualquiera que desee participar. Vivamos juntos esa colección de sucesos y pongamos nuestro granito de arena. Descubramos si es verdad que los personajes crecen más allá de sus autores y son ellos los que deciden cómo vivir su historia.

No creo que haya aún nadie que conozca esta bitácora. Aun así, antes de escribir el primer capítulo voy a dar un plazo de unos días. Por dos razones: la primera para ver si alguien asoma su nariz por aquí y se le ocurre poner la primera piedra en este sueño colectivo; y la segunda, y principal, porque como he dicho antes esta historia está aún por nacer y no tengo nada en mente.

Voy a lanzar la primera idea. Aprovechemos la denominación de este tipo de espacio de comunicación en Internet para que sea el punto de partida: una bitácora.