miércoles, 28 de noviembre de 2007

CAPÍTULO 18. DONDE DA COMIENZO UNA NUEVA AVENTURA QUE SIGUE A LA ANTIGUA

*Hasta ahora:

Después de ser torpedeado por un meteorito durante una tormenta, y que este meteorito resultara ser una temible máquina de guerra, la vida de Timoteo se ha vuelto más agitada que de costumbre. Perseguido por diferentes personas, sólo se le ocurre una salida: huir del planeta. Pero eso tampoco le va a resultar fácil. A punto de ser atrapado por unos asesinos llamados Crid, Timoteo llega hasta su barco y huye, dejando atrás a su viejo amigo, el Topo.


El viento soplando con fuerza, hinchiendo sus ropas, revolviéndole el pelo. El frío mordiéndole en las mejillas, la nariz y su única oreja. Los ojos llorosos por la velocidad; «tengo que buscar dónde dejé las lentes». La carcajada histérica, casi salvaje que las corrientes de aire lanzaban al arremolinarse a lo largo del esbelto casco del Míle. El propio barco, elegante, arrogante.

Tantas cosas que hacían que su corazón latiera con entusiasmo casi bárbaro. Y ahora nada de eso le importaba. Mientras trataba de centrarse en gobernar al Míle, que brincaba entra las nubes como un becerro por las rocas, un solo pensamiento se repetía una y otra vez, como si tuviera la cabeza vacía y el eco lo repitiera, rebotando por las paredes del cráneo: «espero que el Topo esté bien». No acostumbraba a dejar gente que le importara atrás; de hecho, no recordaba ni una sola ocasión en que actuara así. Y le escocía. Mucho.

«¿Cuál es nuestro destino?», quiso saber el espectro, que se mostraba más reticente a desaparecer de nuevo cuando estaban en el Míle. «Eso, eso. ¿Adónde vamos?», se unió a la pregunta la vocecilla encerrada en el mascarón de proa. «Arriba» fue la respuesta del capitán.

«¿Arriba cuánto?» Pero esa cuestión quedo sin contestarse. Timoteo fijó el timón y aseguró las sogas de la vela, que tironeaba del mástil en una vana carrera contra el propio barco del que formaba parte. Para cuando se hubo puesto todo lo que tenía de abrigo encima y encontrado las lentes protectoras de los ojos, lo que le costó más de un golpe en unos dedos que empezaba a estar demasiado ateridos y varios refunfuños por su mala memoria y por su manía de no dejar las cosas siempre en un sitio reconocible y fácilmente encontrable, hasta el propio Míle había dejado de lado la euforia y cabeceaba dubitativo al encontrar ante su quilla nada más que estrellas.

«Estás decidido a dejar el planeta, entonces». El espectro se puso a su lado, observando al igual que él los rutilantes puntitos que salpicaban el cielo nocturno. Se giró hacia él y mantuvo la vista fija hasta que Timoteo también lo miró. «Te robaron la figurilla, ¿recuerdas?» «¿Cómo voy a olvidarlo?» «Quiero decir, ya no la tienes, no interesas a nadie». «Algo que a los Crid no les impidió intentar agujerearme», y el espectro no tuvo más remedio que callarse porque tenía que admitir que Timoteo hablaba con razón.

«Esa estatuilla sólo ha dado problemas…»

El aire empezaba a enrarecerse, la respiración era dificultosa y el frío mordía con saña furibunda. El último jirón de la nube más alta quedó atrás y ante ellos se abrió una visión incomparable. Nadie habló, ni siquiera el Míle emitió un solo crujido. Atrás, como aguadas pinceladas, las nubes. Delante, el negro universo. No tan oscuro como pudiera imaginarse, un negro sólido y espeso, moteado, agujereado, traspasado por cabezas de alfileres que les observaban, abriendo los brazos para recibirles como amigos que nunca supiste que estaban ahí, sonriéndoles, latiendo luz. Paz. Una tranquilidad letal, ya que allí no había aire que respirar ni calor que alentara la vida.

El pergamino quedó desplegado en un gesto rápido y la mano de Timoteo lo aplastó contra la quilla. Nada, durante un momento. Luego las runas cobraron vida, se deslizaron del pergamino a la cubierta y desde allí rodearon al Míle. Y lo que estaba a punto de convertirse en una tumba adquirió vida.

Sólo visible de reojo y por un ligero reflejo, una burbuja rodeaba el barco; cálida, de aire con aroma a campo después de la lluvia, emitía un ligero resplandor no perceptible mirándolo directamente pero que permitía ver todo el barco cuan largo y ancho era.

«Nunca hubiera dicho que funcionaría». «Una vez más, tendrás que esperar». El espectro se encogió de hombros. «Da igual. Tengo curiosidad por saber cómo acaba esto».

Y así dejaron detrás su viejo mundo. Ante ellos el océano más vasto jamás surcado, la inmensidad más enorme que imaginarse pudiera. La vela henchida por un viento inexistente, la digna sílfide oteando el espacio y el espectro subido al mascarón. El único tripulante con vida al timón. «¿Qué rumbo, capitán?»

«Todo recto, hasta el amanecer».

lunes, 12 de noviembre de 2007

CAPÍTULO 17. DONDE EL PELIGRO SE HACE REALIDAD

*Hasta ahora:

Timoteo y el Topo se han repartido los deberes: encontrar un hechizo para salir del planeta y los documentos para pasar la aduana. Cada uno vuelve a casa por separado, ambos con sus respectivos objetivos alcanzados. Pero el Topo se ha encontrado con un imprevisto que les obliga a huir tras quemar la casa.


«¿Tenías que hacer eso?». «Nos da tiempo». «Lo sé, pero… ¡tu casa!».

Estaban lo suficientemente lejos del pueblo para permitirse un descanso. Aún lo veían, allá abajo en la lejanía, pues estaban acomodados en la ladera de una loma justo en la linde del bosque pero sin perder de vista el camino para asegurarse de que no les siguieran. Con un poco de agua se lavaban los restos tiznados de sus manos y rostros. Todo caminante a aquella hora era sospechoso, más aún si a todas luces acababa de salir de un incendio.

La villa bullía de actividad. Pequeñitos como hormigas, los vecinos correteaban por entre las viviendas intentando reducir a inofensivos rescoldos las voraces lenguas ígneas que saltaban de lo que hasta esa tarde había sido la casa del Topo y que ahora amenazaban con hambrienta insistencia saltar a los edificios circundantes. Ya habían conquistado la copa de un árbol cercano, a medio camino entre la gigantesca hoguera y el bosque colindante. Si las llamas alcanzaban a sus hermanos el desastre podía ser descomunal y pronto el pueblecito no sería más que un recuerdo en las crónicas… o ni siquiera eso, de tan pequeño que era.

Al Topo no parecía pesarle en absoluto los aprietos a los que había sometido a sus vecinos. Mascaba con fruición unos frutos secos. «No he cenado», gruñó por respuesta a la mirada de Timoteo.

«¿No crees que va siendo hora de que me cuentes qué ha pasado?». «Unos documentos para pasar aduanas interplanetarias no son fáciles de falsificar. No he podido acudir al tipo habitual. Buen hombre, sabe mantener la boca cerrada. El otro, no».

«¿Quiénes son?». «Crid, yo creo. No los vi en ningún momento, y si noté que me seguían fue porque querían que lo supiese. Así que yo no soy la presa». Un instante de silencio. «El incendio los despistará por un tiempo». «Eso espero».

Las últimas palabras del Topo aún no se habían desvanecido en el frío aire nocturno cuando un siniestro silbido las seccionó de cuajo. Sólo la primera nota vibró en la noche y los dos ya habían saltado y rodado por el suelo. La fina hoja de centelleante acero quedó, solitaria y cimbreante, hundida hasta el mango en la hierba aplastada por el cuerpo de Timoteo. La segunda buscó su corazón de nuevo pero ya nadie había a la vista. En el cielo noche sin luna, y sin estrellas pues recias nubes como mantas de estopa ocultaban con obstinación la bóveda celeste.

٭ ٭ ٭

«¿Cómo lo has sabido?», farfulló el Topo. Apartó las desnudas ramitas de un arbusto que le arañaban la cara y siguió andando todo lo deprisa que podía evitando hacer ruido en la espesura. Timoteo caminaba junto a él, mirando tantas veces atrás como al suelo para evitar las raíces traicioneras que se levantaba del suelo como recios cepos en ávida busca de presa que quebrar. «Vi al cenizo éste en el bosque». «He venido a buscarte, pero parece que tendré que esperar un poco más», rió el espectro como si se encontrase en mitad de un juego y tuviese apenas nueve años y estuviese en compañía de sus camaradas de pandilla en la plaza del pueblo. El Topo miró más o menos en la dirección del espectro. «Tendría que habérmelo imaginado cuando me dio el escalofrío».

«El escondite del Míle no queda lejos. Sólo tenemos que llegar antes y ellos no saben dónde está». El bosque, de árboles altos y separados, no iba a servirles de escondite mucho tiempo pero estaba claro que no podían salir al camino de nuevo pues allí serían más visibles. Pero el sitio que indicaba Timoteo estaba al otro lado del camino, donde se levantaba otro bosquecillo. Distinto; éste era de hayas, y por alguna razón de ésas de las que sólo la Naturaleza sabe la razón, a pocos pasos se habían congregado castaños, robles y algún nogal despistado.

Los tres se miraron. Al espectro la situación parecía divertirle enormemente y una sonrisilla de suficiencia y totalmente insufrible se pintaba en su cara. El Topo, en cambio, dejaba a las claras con su gesto que no le hacía ninguna gracia aunque «no se me ocurre nada mejor».

El camino parecía despejado. Claro que, siendo Crid sus perseguidores no los verían hasta que el último suspiro arrancara la conciencia sus ojos vidriosos y moribundos. Tenían sus buenas zancadas para cruzar a campo abierto. Si eran listos, y lo eran, algunos habrían entrado en el bosque pero al menos uno habría quedado en la linde de la vía; «es lo que hubiéramos hecho nosotros», razonaron los dos amigos.

Timoteo sacó la ramita más pequeña. Era el método más sencillo para decidir a quién le tocaría la peor parte… que era salir segundo. El primero cogería por sorpresa al vigilante. Mientras esto pasaba por la cabeza del capitán del Míle, cuyo corazón bombeaba emociones contradictorias ante la perspectiva de reencontrarse con su barco, el Topo dijo: «no vale la pena pensárselo más» y salió corriendo. Durante un trecho fue recto, el suficiente como para que alguien reaccionase, y luego giró a un lado y a otro y en zigzag llegó al bosquecillo vecino sin que nada sucediera. Lógico, era lo esperado.

«Te veo… al otro lado», a Timoteo no le gustó nada la sonrisita del espectro.

No había movimiento alguno, ni tampoco sonidos. Arriba, el cielo seguía cerrado y no había luz de ninguna clase que provocara sombras. La brisa nocturna era ligera y apenas llegaba para acariciar la punta de las hojas y la hierba. Calma. Por supuesto. ¿Qué otra cosa podía ser?

No cogió aire, no pensó en las ramitas quebradas. Sólo correr. Salto a un lado y, antes de que el segundo pie llegara al suelo, agachado, nuevo salto y cambio de dirección. Las finas hojas de muerte seguían a Timoteo como la estela a la quilla del barco. Adelante, a la derecha o a la izquierda, nunca atrás porque te frenas. El aire que se abre, sesgado, y el recuerdo de una oreja que ya no está. Y, al fin, el abrigo de los árboles. El ululato que siguió les advirtió que pronto habría más pero el tiempo que tardaba el depredador en dar la posición les daba a ellos la oportunidad de sacar unos pasos.

Ya no importaba el sigilo. Tampoco los arañazos y los enganchones, iban tan rápido que se enteraban del obstáculo cuando éste ya colgaba de un jirón de sus ropas o una impertinente gota de sangre caía sobre los ojos. Timoteo sabía dónde estaba el Míle, y aunque se hubiera desorientado en la sucesión de ramas, hojas y jadeos que era ahora su mundo porque notaba su llamada en el corazón. Sí, el barco se alegraba de verlo de nuevo.

«¿Qué os pasa que venís con tanta prisa?». ¡Qué alegría esa voz chirriante! Pero el capitán no se paró a disfrutar de cómo le taladraba los oídos. Saltó a la cubierta y en el mismo movimiento se hizo con la pequeña hacha. Cortó todas las sogas y sólo le dedicó un pasajero pensamiento a cómo volvería a anclar el barco en caso de necesidad. Seis había necesitado para mantener al Míle posado y bien sujeto. No soltó la vela, no la necesitaba para ascender. Algo le escamó cuando fue él quien cortó las seis cuerdas, perdió un precioso instante en ver que las de babor estaban aún atadas cuando ya había cortado las de estribor.

El Míle se desperezó con alegría salvaje. Era libre de nuevo; volvía al cielo, volvía a casa. Crujió la madera, henchida de furioso júbilo por el pasado cautiverio. Fue entonces cuando Timoteo se dio cuenta de que estaba solo. Se lanzó sobre la borda

Abajo, el Topo le dijo adiós. «Yo no voy». «¡Los Crid!». «No soy la presa». «Sube, ven conmigo». «¿Qué haría yo en otro planeta? Además sólo hay documentos para uno. Haré lo que mejor sé hacer: esconder a alguien, sólo que ahora el cliente soy yo». Y con la sonrisa pícara que Timoteo no veía desde los diez años, el Topo se escabulló entre los árboles. Él tuvo que agacharse cuando tres destellos asesinos se clavaron en la madera a pocos centímetros de su nariz. Se apartó de un salto pero ya no tenía nada que temer. El Míle había sobrepasado las copas de los árboles y ahora era el momento de arriar la vela. Apenas un parpadeo después, el pequeño barco era un recuerdo en el cielo.