miércoles, 19 de septiembre de 2007

CAPÍTULO 13. DONDE UNA MARCA EVITA UNA PELEA.


*Hasta ahora:

Timoteo busca un mago para comprarle un hechizo que le permita huir del planeta, al menos hasta que sus perseguidores se olviden de él. Pero cuando llega al Barrio del Bosque un guarda se fija en él y le contrata para reducir a un chatarrero rebelde. Por no llamar la atención, Timoteo acepta a regañadientes, esperando que el hombre al que busca el guardia no sea muy grande… o sepa algún hechizo.


«Desde luego que es grande».

El chatarrero pululaba por su taller muy atareado apilando los restos metálicos que había traído en sus distintos paseos. Los apilaba en una pila de piedra bajo la que había una lumbre débil que pronto ardería con fuerza gracias al fuelle que se apoyaba en la pared cercana. El fuego fundiría el metal y el chatarrero, tras darle forma de barra, lo vendería a un herrero. Timoteo sabía eso, en alguno de sus negocios había hecho ese mismo intercambio. «Buenos tiempos aquellos».

A su lado el guardia sudaba profusamente. No parecía muy seguro y eso hacía que Timoteo aún temiera más al tipo de enfrente. «Que alguien me recuerde cómo demonios me he metido en este lío…», y en voz alta añadió: «si vamos a hacerlo, hagámoslo ya».

El guardia le miró, y durante un instante Timoteo estuvo seguro de que no sabía quién era su interlocutor, y luego tampoco estuvo muy seguro de quién era él mismo. La única opción que había era salir él primero y así el guardia igual recuperaba el valor, se lanzaba corriendo sobre el chatarrero y se llevaba los primeros palos. Por su parte, él aprovecharía ese momento para salir corriendo. Porque el chatarrero era más que grande.

Dicho y hecho, tras lanzar una mirada de connivencia con el espectro para que le echara una mano en caso de apuro, Timoteo salió de detrás del tronco en el que se escondían él y el guardia. Y el representante de la autoridad imperial recordó cuál era su deber justo a tiempo y salió de las sombras cuando el chatarrero se giraba hacia ellos. «¿Qué queréis?», bramó como si todo el viento del Norte le cupiera en su enorme pecho. A pesar de los temores de Timoteo al escuchar el vozarrón, el guardia no se arrugó. «A ti. Te espera una incómoda celda en el puesto de la guarnición» «¿Y qué se supone que he hecho para merecer tal honor?» «El funcionario Adi Murron tiene los cargos».

«Ahora es cuando se lía», murmuró para sí Timoteo, que se escondía en la capucha con la vana intención de hacerse tan pequeñito que pasara desapercibido para el chatarrero que en esos momentos respondía con palabras nada agradables a la proposición del guardia. Y, efectivamente, se lió.

Antes de que ninguno de los dos asaltantes pudiera moverse, el chatarrero habría cruzado con dos zancadas el espacio mediante y agarró al centinela del cuello de la camisa. Con un «¿a dónde pretendías llevarme, piltrafilla?» lo lanzó contra el árbol y el hombre tuvo el buen juicio de no volver a levantarse. Tras un vistazo rápido, Timoteo decidió que más que sentido común era incapacidad de volver a colocar su cuello en una posición que se asemejara a la de cualquier ser vivo.

«¿Y tú?». Ahora le tocaba a él. Y el condenado espectro brillaba por su ausencia… «Sospecho que un “pasaba por aquí” no sería creíble, ¿verdad?». El chatarrero lo miró un momento, y luego para sorpresa de ambos se echó a reír con unas carcajadas que confirmaron que sí encerraba el viento del Norte en sus pulmones. «Busco un hechicero competente y con no demasiadas ansias de vaciarme los bolsillos. Si me dices donde hay uno desapareceré de aquí antes de que te des la vuelta». El hombretón estaba ahora mucho más amables después del acceso de risa pero no pasó por alto el tufillo impertinente de la propuesta de Timoteo. Se disponía a indicar a las claras lo que opinaba cuando el fantasma se acercó al taller. «Ahora apareces», gruñó Timoteo enfadado.

El chatarrero se había quedado callado, mirando fijamente al espectro. No tenía miedo ni aprensión aunque en su cara rubicunda se adivinaba claramente que no le gustaba la sensación de frío que acompañaba a la aparición. «¿Tú lo ves?», la potente voz se había convertido en un arrullo, «también cargas con la muerte de un inocente». «Gajes del oficio», admitió Timoteo, que acababa de ver la marca a fuego grabada en el interior de la muñeca del hombre. Los ojos del chatarrero estaban fijos en la suya. Cuando subieron hasta cruzarse con los de su pequeño interlocutor, le confió: «busca el roble que son dos y allí encontrarás una cabaña. Di que te envío yo, de parte de Elastor».

Se dio la vuelta y continuó con su tarea. Timoteo tampoco perdió más tiempo y se alejó de allí.

domingo, 9 de septiembre de 2007

CAPÍTULO 12. DONDE LA COMPRA DEL HECHIZO SE RETRASA POR UN IMPREVISTO


*Hasta ahora:

Timoteo lo tiene claro. Si quiere evitar la persecución lo primero es desaparecer, y dado que los que lo persiguen pertenecen a las clases altas sólo hay una salida: irse a otro planeta. Pero el Míle no está preparado para ese viaje; necesita acondicionarlo y eso sólo puede hacerlo comprando un hechizo. Mientras el Topo arregla sus nuevos documentos de identidad, Timoteo sale en busca de un mago.


No era el corazón del Bosque pero desde luego que estaba en lo profundo de la foresta. Los árboles que lindaban con el camino eran altos y robustos pero quedaban reducidos a endebles brotes primaverales junto a los gargantuescos mástiles que erguían sus ramas al cielo como esqueléticos dedos suplicantes. Cada uno de esos troncos podía albergar en su interior con total comodidad cualquiera de las chozas y chabolas que aparecían salpicadas entre sus raíces, haciendo del barrio una comunidad desperdigada que obligaba a oriundos y foranos a dar intrincados paseos al moverse de un lado a otro. No había ningún camino en el arrabal, ni tampoco que entrara o saliera de él.

Lo llamaban barrio pero estaba lejos de cualquier ciudad o pueblo. No tanto, lo suficiente para no molestar. Pero todo el mundo sabía dónde estaba y qué se hacía allí.

Timoteo había tardado casi toda la tarde en decidirse ir allí. En las aldeas vecinas había demasiada gente y sólo acercarse a la primera ya le había supuesto un inicio de ataque al corazón al encontrarse de cara nada más torcer la primera esquina con dos guardias charlando animadamente con un vendedor de frutos secos ambulantes mientras tomaban una ración. No sabía si le habían visto o si sabían quién era. «Me da igual». Otro susto así y su pulso respondería a la edad que sus arrugas decían que tenía.

Así pues, la única opción que le quedaba sin embarcarse en un viaje de varias semanas a otra comarca era el barrio del Bosque. Pretender que allí no habría guardias era una tontería, y bien grande además. Pero no llamaría la atención. Entre tanto malcarado, pordiosero, tipo duro de sospechoso pasado y matón de tres al cuarto no llamaría la atención. «Ahora bien, si alguien me está buscando, antes o después dejará caer un ojo en el Bosque».

Primero tendría que hacerse con un disfraz. Y no porque él mismo fuera menos malcarado, tuviera aspecto de pordiosero duro con pasado oscuro y anunciase a los cuatro vientos que se alquilaba a cualquier precio para todo tipo de trabajos fuera de la oficialidad que cualquiera de los que dormitaban bajo las ramas de los árboles gigantes, sino porque tenía que ocultar sus rasgos más llamativos. «A saber, mi pelo rojo y la oreja que me falta». Tendría que ser un sombrero o una prenda con capucha, o una capa larga para ponérsela sobre la cabeza.

«La primera en la frente», gruñó cuando nada más acabar de echarse la capucha de la capa que “había encontrado perdida en un prado” por encima de la cabeza se dio de bruces con un guardia. Allí la representación del orden se confundía fácilmente con el resto de desperdicios que pululaban por entre las chabolas. No vestía el elegante uniforme de lino negro; lo único que les señalaba como tal era la vara de madera y la cinta para la cabeza con la protección metálica en la frente. Y la de éste estaba abollada y algo oxidada. Timoteo era consciente de que su disfraz, más que ocultarle, llamaba la atención directamente a lo que intentaba ocultar, su cara; «tengo que encontrar otro método». Pero el tipo lo miraba con una fijeza que pasaba del puro interés para mantener el orden. En dos zancadas se le había plantado delante sin posibilidad alguna de esquivarlo. Timoteo tomó aire mientras pensaba frenéticamente en qué hacer. Pero antes de que siquiera una idea pasear por su cabeza el guardia le dijo: «tengo que encerrar al chatarrero y mi compañero está ocupado con otro asunto. Es muy grande y yo no puedo solo. Ven conmigo, te pagaré». El tiempo que perdió en el titubeo que siguió le hizo imposible negarse. Además, no se le ocurría ninguna excusa convincente que le permitiera salir del brete sin llamar la atención. ¿Un habitante del Bosque rechazando una paga extra? Eso no ocurría, simplemente.

Así que echó a andar tras el guardia maldiciendo su lentitud de reflejos. «Espero que ese chatarrero no sea oriundo de aquí, si no dará igual que seamos dos o veinte». «Yo me preocuparía porque no fuera demasiado grande. El guardia se confundió con tu capa, pareces más fuerte de lo que eres en realidad». Cruzaban entonces junto a una chabola con las paredes oblicuas que producían una buena cantidad de sombras bajos las ramas. El susurro había llegado como el soplo de una brisa. «¿Debo decir que me alegro de verte?», una sonrisa fugaz paseó por el rostro del espectro antes de fundirse en las sombras y seguir el camino del guardia y Timoteo, apareciendo momentáneamente entre los troncos y chozas siempre fuera del ángulo de visión del patrullero. El navegante sabía que sus palabras no eran ciertas; se alegraba de verlo, y mucho, pues el fantasma era una valiosa ayuda en momentos de peligro aunque precisamente su gusto de mal agüero por aparecer siempre que había problemas hacía su presencia un poco cargante. Por un momento se planteó pedir al espectro que entretuviera al guarda para así escabullirse él. «Hay demasiada gente mirando, aunque no se les vea. Llamaría la atención». Sólo había una salida y era pegarse con el chatarrero. Que no fuera muy grande y que no hubiera nacido en el Bosque. No podía ser tan bueno para que no ocurriera ninguna de las dos cosas. Timoteo se preguntó qué era lo que le fastidiaría menos.