lunes, 27 de agosto de 2007

CAPÍTULO 11. DONDE SE PREPARA UN PLAN DE HUÍDA


*Hasta ahora:

Una cadena de peripecias ha empujado a Timoteo a esconderse en casa de un amigo y solicitar sus servicios: una nueva identidad y ayuda para “desaparecer” a los ojos de los funcionarios; especialmente de uno. Aunque parece que no hay interés oficial por él, no se fía ni tampoco lo hace su amigo que quiere saber qué le paso para hacerse una idea del trabajo que tiene que hacer.


«No me has contado toda la verdad, ¿es así?». «Es así». Timoteo echó un vistazo a su amigo. El Topo no había parpadeado durante el largo rato que había estado escuchando. «Vale. ¿Cuál es tu idea?».

Esa pregunta había rondado la despeinada cabeza de Timoteo durante mucho tiempo sin que le encontrara respuesta a pesar de que varios peregrinos pensamientos revoloteaban en su mente. No dejaba de ser curioso que fuera precisamente el viejo el que había plantado la semilla de lo que había decidido finalmente: «largarme a otro planeta». La reacción normal a esta sentencia habría sido una colección de objeciones más o menos argumentadas que habría comenzado invariablemente por «¡estás loco!». Pero no con el Topo, no él. Por eso lo había buscado Timoteo, por eso eran amigos. Lo más que hizo fue que su ceja se alzara solitaria sobre su frente, ni siquiera le dirigió una mirada. La verdad es que ese gesto hacía que su enjuto rostro recordara más a un sapo que a un topo. Pero no era el parecido facial con el animal lo que le había valido el sobrenombre sino las excavaciones que cruzaban la aldea partiendo desde su casa y que tenían salidas en varios pueblos de alrededor e incluso en la propia Derrae. Y, sobre todo, un tesoro que sólo sus más allegados, y que eran los que le habían puesto el mote, conocían: un mapa de las catacumbas de la capital, encontrado en una poco esclarecida juventud y que le había dado la idea de construir sus propios túneles y de dedicarse a su oficio.

«Eso supera mis conocimientos. Pero sé quién puede hacerlo». A Timoteo, al que le había dado un vuelco el corazón con la primera frase de su amigo, le nació la desconfianza. «Sabes cómo funciona esto. No debe saberlo mucha gente. Nadie, preferiría». «Si quieres pasar el puesto de aduana necesitas algo más que un simple documento de identificación nuevo».

Timoteo conocía al Topo. Desde hacía tiempo. Si decía que podía hacer algo es que podía; y lo mismo al contrario. «No me gusta». «No es eso lo que te estoy preguntando».

«Tengo una curiosidad», el Topo se interrumpió mientras devolvía el pesado macuto de su amigo a su sitio, ya de pie, listo para irse, «¿cómo tienes pensado salir de este planeta? Ese barquito del que te enorgulleces tanto es demasiado endeble». Timoteo sólo sabía una manera: «compraré un hechizo». «Nadie te lo venderá. Que no tengas una orden colgada en la columna del senado no significa que no hay una circulando por círculos no oficiales. Y, aunque no sea así, no se van a arriesgar. No con alguien como tú». «¿A eso lo llamas tú dar ánimos?», Timoteo no tuvo necesidad de mirar a su amigo para saber qué la comisura del labio había temblado un instante, casi tanto como una carcajada en la cara de cuero viejo del Topo. «Si no puedo comprarlo, lo… adquiriré». «Lástima no estar ahí cuando suceda», y se fue.

Timoteo se dio la vuelta para mirar a su compañero de cuarto. El viejo de la posta estaba atado a la silla donde se sentaba y miraba al suelo con ceñuda obstinación. Su carcelero no se hizo ilusiones pensando que no estaba ideando una manera de escapar. De todas formas, había dejado de lanzar continuas ojeadas a la mochila de Timoteo, con ese brillo en sus amarillentos ojos que dejaba un regusto oleoso cuando la paseaba sobre uno. «¿Qué voy a hacer con éste?», ésa era la única parte de su plan, si podía llamarse así a una huída que había empezado a ciegas, que no había atado. «No puedo esperar a que el Topo vuelva. Si no quiero parecer más sospechoso de lo habitual, debería visitar a los hechiceros de día. Me disfrazaré. Pero, ¿qué voy a hacer con éste?». En realidad sólo había una respuesta, pero eso no quería decir que a Timoteo le gustase un pelo.

De un paso se plantó detrás del viejo y presionó con sus dedos dos puntos exactos en la nuca y la unión del hombro y el cuello. Su prisionero se desmayó de inmediato. «No envidio el dolor de cabeza que tendrás al despertar».

Salió a la calle por la puerta de atrás que daba a un bosquecillo. Tenía que atravesarlo para llegar a un camino secundario que le llevaría a otra aldea. Aunque en el pueblo donde vivía el Topo hubiera algún hechicero no podía ir a él; eso llamaría la atención y no quería cerrarle el negocio a su amigo. Con la alegría de volver a estar bajo el aire libre después de dos días encerrado, echó a andar. Si regresaba pronto iría a echarle un vistazo al Míle, seguro que estaba enfadado por estar posado en tierra.

sábado, 11 de agosto de 2007

CAPÍTULO 10. DONDE CONOCEMOS AL TOPO.

*Hasta ahora:

El meteorito que impactó contra el Míle ha resultado ser un poderosísimo artefacto de guerra que ha despertado la codicia de mucha gente. Es Timoteo quien lo tiene en su poder y, por tanto, el blanco de toda esa avaricia. Pero, ¿realmente necesita él algo tan poderoso? Las respuestas que el viejo de la posta le da a su interrogatorio no responden a esta pregunta.


El Topo avanzaba a buen paso por el Barrio Alto. Achaparrado, el cuello escondido en los hombros, mirada al suelo, haz de leña a la espalda y ropas raídas. Nadie miraba a un viejo leñador que llegaba a Derrae para ganarse algo de dinero extra. Esa era la idea. Ni siquiera allí, entre las mansiones de los señores del comercio y nobles y senadores; vendría del Este por la puerta Arria y cruzaba por el Barrio Alto hasta el mercado plebeyo de la plaza de Maentis, normal. No hacer que la gente mire es la mejor forma de que la gente no vea.

El camino había sido elegido por una sola razón: la columna del senado, donde se colgaban las nuevas leyes, anuncios y todo tipo de documento que el pueblo necesitara conocer. Había columnas del senado repartidas por todos los pueblos y ciudades, pero ninguna tan grande y con tanta información como la de Derrae. No era causa pero sí efecto de ser la capital.

La plaza del senado no era el centro geográfico de la ciudad, de hecho estaba construida en una meseta que caía a corte sobre el río Tiroa, en el extremo Norte. Pero sí era el corazón de la vida pública de Derrae. Políticos, comerciantes, burócratas, rateros de poca monta y curiosos eran la fauna que rondaba el porticado espacio que se abría a los edificios oficiales y recibía las dos avenidas principales que cruzaban la ciudad divergiendo hacia las dos puertas principales, la de Eterias al Sur y Aur al Oeste.

Siempre había gente, el mejor sitio para pasar desapercibido. Como no era extraño que hubiera alguien ante la columna leyendo toda la información, el Topo se demoró a placer hasta asegurarse de que no encontraba nada interesante. Cuando uno de los lectores profesionales, los que por un módico precio leían los informes a los analfabetos o resumían la cantidad de papeles a lo realmente importante para los que no tenían tiempo de rebuscar entre tantos papeles, se acercó a él para ofrecerle sus servicios decidió marcharse. Eso era llamar la atención de alguien, quedaría en la mente del lector aunque él no fuera consciente y podía recordarlo en cualquier momento, incluso en uno inoportuno. Además había personas que sabían llegar a los rincones más recónditos de cualquier mente, y eso siempre dolía. Era precisamente a esos ante quienes quería permanecer invisible. Era su trabajo.

٭ ٭ ٭

Ya en el camino hacia Nur, sentado en un banco en el exterior de un puesto de bebidas frescas en la ladera de una colina con vistas a Derrae, se permitió pensar por primera vez desde que saliera esa mañana de casa. Dejar la mente en blanco, vía libre para los instintos, le había permitido ser esa mañana un leñador que iba a echar un vistazo a las actas senatoriales de camino al mercado. Se había convertido en el leñador. Los pensamientos habrían podido hacer temblar esa imagen y algún ojo avispado habría visto esa grieta en la fachada y le habría llamado la atención.

En ese momento, liberado del haz de leña y su disfraz, paladeaba una limonada fría como cualquier viajero de regreso a casa. Y se permitió pensar un rato. Repasó mentalmente la lista de documentos ofrecidos a vista pública. Su amigo estaría satisfecho… su cliente, se corrigió; «ahora es mi cliente».

Terminada la limonada continuó camino a casa. Aún le restaba un buen trecho antes de llegar a la aldea donde estaba establecido, una más de las muchas que salpicaban las orillas de las carreteras oficiales que marcaban el paisaje como cicatrices de piedra sobre las colinas. Ganaderos y agricultores o gente que vivía de que la carretera pasaba por allí robando o atendiendo a los viajeros eran sus pobladores. Gente insulsa, carente de ningún interés en nada y para nadie. El escondite perfecto.

El Topo tenía su casa lo suficientemente cerca del centro del pueblo, nacido y crecido en torno a la vía, como para no parecer un ermitaño y lo necesariamente lejos para tener intimidad para su negocio. Contrabando de personas. A eso se dedicaba. No de esclavos, sino gente que no quiere ser encontrada.

«¡Ya estoy en casa!», anunció como siempre al abrir la puerta. Nunca se planteó si esperaba que alguien le contestara. Lo cual hubiera sido difícil teniendo en cuenta que desde que se escapó de casa sólo había compartido su vida con un gato, y aunque tenía muchos años el minino no había estado junto a él todo ese tiempo. De hecho el animal era tan independiente que sólo volvía a casa cuando no conseguía comida fuera, lo que ocurría con frecuencia debido a su aspecto pulgoso, y entonces encontraba siempre un plato con leche fresca y pan mojado.

El edificio tenía una sola planta, con un altillo que hacía las veces de desván. Eso según los planos de construcción. Pero el Topo había hecho honor a su nombre excavando bajo el suelo. Debajo de su cama, que había que mover con esfuerzo, había un cofre con ropas; y bajo el baúl, una trampilla. La portezuela daba a un sótano cavernoso, una cripta que ocupaba gran parte de la casa y que estaba siempre fresca, razón por la cual era la despensa del ocupante de la casa. Y era allí donde había que buscar la puerta secreta al habitáculo donde los que querían ocultarse pasaban los días que el Topo tardaba en borrar su rastro y darles una nueva identidad. Detrás de un botellero casi siempre vacío pues era desocupado con la misma velocidad, o un poco más, que con la que se llenaba había un panel de madera. Ésa era la puerta. Simple, a la vista, por lo que no llamaba la atención.

El Topo hizo a un lado todos los obstáculos, la cama, el baúl, el mueble botellero, y abrió la puerta. Dos literas a ambos lados con sus respectivas mesillas y lámparas con pantalla de papel que proporcionaban la escasa luz de la estancia, y una mesa en el centro con sillas plegables. Sólo había dos abiertas y las otras descansaban en una esquina. En una de las sillas había un viejo con mirada torva. En la litera más alejada de él, incorporándose en cuanto le vio aparecer, su amigo. «Mi cliente», se corrigió el Topo. «¿Qué has descubierto?». «Nadie te busca, oficialmente». «Oficialmente. Pero esa no es exactamente la verdad». «Nunca lo es». El Topo tomó asiento en la litera, junto a su amigo-cliente echando a un lado el macuto de éste, que pesaba como un muerto bien gordo.

«Creo que es el momento adecuado para que me cuentes cómo te has metido en este nuevo lío, mi querido Timoteo».