lunes, 16 de julio de 2007

CAPÍTULO 9. DONDE SE PROFUNDIZA EN EL MISTERIO PARA RESULTAR MÁS MISTERIOSO

*Hasta ahora:

Una tormenta, un meteorito, un huevo de hierro y, dentro, una pequeña estatuilla metálica. Y, desde entonces, la vida de Timoteo se ha vuelto especialmente agitada: el dueño de una posta intentó robarle el huevo, y un alto funcionario le esperaba en el siguiente pueblo también con ánimo de arrebatárselo. Tras escapar del pueblo, el capitán del Míle descubrió que el viejo se había colado en su barco y tuvo que andar listo para evitar que le hiciera un segundo ombligo.


Lo primero en que se posaron los avariciosos ojos amarillentos fue en la figurilla metálica, un dragón de plata veteado de rojo ardiendo en luz de Luna, tras un rápido paseo por la cubierta del Míle. Ignoró hábilmente a su acuclillado captor que tuvo que inclinarse para situarse en el amarillento campo de visión del viejo con un suspiro que era mitad gruñido.

«Tenemos tiempo», comentó Timoteo trivialmente. «Es de noche, he cenado y, viendo la capacidad de reacción de esos botarates del pueblo, todavía tardarán un tiempo en fletar un par de naves que salgan tras nosotros».

Dado que el corpachón de su interlocutor tapaba completamente la estatuilla aunque podía seguir percibiendo el brillo fulgurante que despedía al recibir de lleno los rayos de la Luna, el viejo no tuvo más remedio que atender lo que le decían. Con un mohín en la boca reseca y la barbilla levantada en lo que pretendía ser una actitud dignamente ofendida, eso sí, a pesar de estar atado al mástil desde la cintura hasta el cuello.

Timoteo procuraba digerir la bilis que le producía el anciano de respiración estertórea y movimientos convulsos que nunca dejaba fijos los ojos de un color amarillento enfermizo en un punto más de un instante si no se trataba del pequeño dragón metálico. Echó un vistazo sobre su hombro al espectro, sentado en el timón y que llevaba un rato pensativo, desde que oyera las palabras «dueño del mundo» musitadas por el propio Timoteo. Delante suyo, en proa, tenía la sensación de que el mascarón procuraba retorcerse todo lo que le permitía la solidez de una madera bien templada para no perderse detalle de lo que sucedía en cubierta. Casi podía oír los crujidos.

Lo que todavía tenía clavado en su oreja era la estridente voz que la sílfide ponía cuando intentaba convencer a alguien, taladrante como un cincel sobre roca dura: «si eso sirve para que me saques de aquí de una vez, voto que sí». «No doy crédito a lo que oigo», gruñía Timoteo atónito tras escuchar esas palabras, «durante tanto tiempo me has estado fastidiando con que tenía que tener un trabajo honrado y estable. Incluso hace un rato me has regañado por escaparme de la cárcel. Y ahora te lanzas de cabeza». «Porque me vas a sacar de aquí». «No te hagas ilusiones. Sigo sin tener ni idea de cómo hacerlo… y tampoco sé si quiero», con este comentario hiriente calló durante un rato a la vocecilla y aprovechó para volverse hacia el espectro: «¿Tú qué opinas?». «Podría ser interesante» y no dijo más. La sílfide volvió a la carga: «tampoco tienes otra opción; ya te has echado detrás a los guardias del pueblo, y el funcionario no dejará las cosas atrás. Eso», continuó impertérrita refiriéndose a la estatuilla, sin tomar ni un poquito de aire antes de seguir hablando, «tiene que funcionar con magia, y la magia es lo que me sacará de esta prisión de madera. Ya verás como sí. Me lo debes». «No hace falta que me lo recuerdes siempre. Haces que cualquier conversación contigo sea monotemática y aburrida», gruñó Timoteo sentándose delante del viejo, aún inconsciente y con la pálida calva de un rojo palpitante en el punto donde había impactado contra la borda, coronada por una costra de sangre seca.

«Así que charlemos», propuso el capitán del barco a su prisionero. Tenía esperanzas que esta actitud trivial y despreocupada impresionara al anciano, pero también muchas dudas. «Empezaremos por la pregunta fácil: llamaste a esa cosa “autómata de guerra”, ¿qué es eso?». El viejo tardó más de un instante en apartar la mirada de los ojos verdes de Timoteo, tiempo en el que éste sintió un desagradable escalofrío por la acumulación de sensaciones que desfilaron por el brillo apagado del iris que tenía frente así. Nada identificable pero que dejaban un regusto viscoso a podredumbre. Fue un instante, lo que tardó el hombrecillo en decidir si podría librarse del interrogatorio y probar las gruesas sogas que lo retenían, de un diámetro superior a su brazo cuando asumía el papel de inválido anciano de cuerpo castigado y retorcido.

«Es una máquina con vida propia», fue lo que contestó al fin, «concebida y construida con una única idea: destruir sin ser destruida». El estremecimiento que recorrió todo lo largo de la espina dorsal del capitán del Míle nada tenía que ver ahora con una mirada turbia. Sobreponiéndose a la dentera, Timoteo alzó las cejas como si aquello sólo le causara una leve curiosidad. «No suena apropiado como para adoptarlo de mascota, ¿verdad?». «A quien tuviera una mascota así nada en este mundo podría oponérsele», las palabras sonaron sibilantes porque el anciano aspiró el aire al pronunciarlas en vez de expulsarlo, tal era el ansia que le producía esa idea aleteando en su sucia mente. «Oh, me preguntaba cuánto iba a tardar en aparecer la megalomanía». «No veo nada de malo en ello», era ahora el viejo quien había adoptado un tono trivial. «Ése es tu problema». «No, ése es el tuyo». Fue en este punto cuando Timoteo descubrió que no era él quien llevaba el peso del interrogatorio, que el viejo sabía mucho, demasiado quizás, y todo por la sonrisa aviesa que se pintó en el ajado rostro y que partió éste por la mitad dejando ver los dientes desordenados y sucios que más parecían pertenecientes a una bestia, a un ogro, que a un hombre. «¿Por qué me cuentas todo esto, sin reparos?» «Porque, de momento, la criatura está en tu poder. No gano nada oponiéndome. Ya te la quitaré…» «Comprendo», y para su orgullo consiguió que la voz no le temblara a pesar del miedo cerval que le había invadido al observar la tranquilidad con la que el siniestro hombrecillo decía esas palabras, sin más pausa que la necesaria para mojarse los finos labios, resecos y cuarteados como el cuero usado.

Timoteo se arriesgó a una última pregunta: «¿Qué más sabes de ellos?». El anciano hizo memoria: «los descubrimos en la invasión de Aespix. Fuimos barridos por esas bestias hasta que capturamos una. Se construyeron varias siguiendo su diseño pero fueron destruidas al terminar la guerra, imagínate su poder de destrucción para que ningún poderoso osara siquiera soñar tenerlo. Ah, yo participé en esa guerra… Nada hay más glorioso ni más terrible que la batalla». El capitán del Míle dejó unos instantes al anciano en su ensoñación mientras él echaba un vistazo a Aespix, blanco y palpitante, prendido en el cielo como un alfiler con vida propia en el chal oscuro que es el firmamento, el corazón de la constelación del León. «El dragón habría sido más apropiado», murmuró para sí Timoteo.

«¿Cómo se activa?». «Estaba deseando que me hicieras esa pregunta», el hombre volvía a ser todo sonrisa, una mueca que no se reflejaba en los ojos cuyos iris habían adoptado un brillo contaminante que conferían al amarillo enfermizo un tono de inminente contagio de la locura.

«Espero que sepas lo que estás haciendo», gorgojeó en su oído la sílfide con un temblor que evidenciaba que ya no estaba tan segura de que descubrir el secreto del autómata fuera tan buena idea. Aun cuando pudiera servir para liberarla. El espectro seguía callado.

«Los nuestros, con una palabra mágica tallada en una gema que se colocaba dentro de la boca», echó un vistazo al fulgor que titilaba sobre el hombro de Timoteo, ávido de volver a verlo en su plenitud. «Éste llegó de Aespix. Tendrás que recuperar el alma que le arrancamos al primero que capturamos: el corazón de piedra».

sábado, 7 de julio de 2007

CAPÍTULO 8. DONDE SE DEMUESTRA QUE, A VECES, LA VIOLENCIA ARREGLA LOS PROBLEMAS

*Hasta ahora:

El huevo que chocó contra el Míle no deja de darle problemas a Timoteo. Tras ser interrogado y encarcelado, escapa con facilidad y cruza el pueblo hasta el puerto. El barco tiene tantas ganas como él de largarse de allí; sus intentos han aflojado unas sogas que Timoteo utiliza para llegar a su nave. Pero allí le espera una nada agradable sorpresa: el viejo de la posta le ha cogido desprevenido.


«¿Cómo ha llegado hasta aquí?», esa era una pregunta inquietante, la primera que se le pasó por la cabeza a Timoteo. No obstante tendría que esperar su turno, pues como seguidamente razonó: «las cosas, de una en una». El viejo estaba de pie, en mitad de cubierta, cortándole el paso hacia el timón y en una buena posición para evitar que se hiciera con la pequeña pero bien afilada hacha que utilizaba para cortar las sogas. Dio un paso hacia él y éste tensó su brazo.

La hoja de acero que sujetaba la mano arrugada de dedos largos y estrechos como culebrillas de agua era de un tamaño casi ridículo, no podía llamarse daga y casi ni tan siquiera cuchillo. Sin embargo guiada por un pulso firme y conocedor de su utilización podía llevar a cabo un desastroso reajuste de tripas. «Y pasar otra vez por eso no me interesa en absoluto», decidió juiciosamente. «Pensemos, pues, en otra manera de librarnos de este molesto personaje».

Intentó que la neblinosa visión del espectro, que contemplaba la escena sonriendo con fruición, no le despistase del problema principal. Pero éste ya se hacía notar por sí solo. «¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido?», repitió insolentemente con su voz resbaladiza.

«Ayudaría mucho que concretase en su petición, vejestorio». Como esperaba, una llama de ira prendió momentáneamente en unos ojos de un color amarillento sucio. Y mientras hablaba su mano se deslizó hacia el fajín, intentando aparentar una compostura que no se reflejaba en sus rasgos. «Registraron el barco y salieron con las manos vacías, así que aún tiene que estar aquí». Eso no era ninguna sorpresa. Aflojó el nudo del fajín. «El barco no es grande, tiene que haber un escondite pero ellos no lo encontraron. Por eso te esperé». «Eso ha sido un detalle por su parte». «Ahora dime dónde está», el ansia empujaba al viejo hacia Timoteo. Un paso más. «¿Cómo lo llamó?» «Un autómata de guerra, recién salido de las forjas». «¿Por qué es tan importante?». Un relincho de risa sofocado recorrió el cuerpecillo, engañosamente retorcido como no podía apartar de la mente Timoteo. «¿Quieres ser el dueño del mundo?». Dio otro paso, el último.

Lanzó el fajín suelto y rodeó con él el brazo del viejo, inutilizando el peligroso pincho que intentó blandir inmediatamente hacia donde había estado antes. Con un estremecedor ¡croc! el pálido cráneo del hombrecillo se estrelló contra cubierta entre plegarias de Timoteo para que lo durmiera por un tiempo. El espectro planeó hasta el inerte cuerpo como el buitre hambriento tras un batalla campal y ofreció su mano para licuar el cerebro del enemigo. «Ganas no me faltan, desde luego», gruñó Timoteo echando de allí al fantasma. Luego se volvió hacia el mascarón de proa.

«¡¿Se puede saber por qué no me avisaste?!». «No lo vi», lloriqueó con tanto arrepentimiento la vocecilla que diluyó el enfado del capitán como si fuera mantequilla puesta al fuego. «¿Cómo pudiste no verlo? No puedes moverte de aquí». «No lo sé». «Deja a la pobre», refunfuñó el espectro, molesto quizás por no haber podido saciar sus ansias de vida. «Tú no te metas, pájaro de mal agüero», pero Timoteo ya no atendía a sus compañeros de viaje y observaba con renovado interés al viejo, inconsciente y con un hilillo de baba palpitante escabulléndose por los rugosos labios.

Estaban lejos del pueblo. Ya era difícil reconocer las lucecitas de los faroles por separado. Una vez más, el Míle, libre, disfrutaba de vagar por los cielos con sólo su voluntad como única carta de navegación.

Timoteo se encaramó al mascarón de proa y evitando la triste mirada que brillaba en los ojos de madera de la sílfide, palpó su estilizado cuerpo encontrando la fisura que sólo si su dueña deseaba podía encontrarse. Dentro de la efigie, hueca, una bola de trapos. Dejó a la contrita figura sumida en sus quejas y excusas y se sentó para mejor poder contemplar la estatuilla cubierta por la tela. A la luz de las estrellas, fría, distante y flamígera, el pequeño dragón parecía a punto de desperezarse.

«El dueño del mundo…» esas habían sido las palabras del viejo. Las paladeó detenidamente antes de escupirlas; le habían agriado tan repentinamente como dulces le habían acariciado la oreja al escucharlas. «Esto va a significar muchos problemas, ya veréis». La sílfide y el espectro callaron. Ellos también contemplaban arrobados la majestad de la pequeña estatua.